miércoles, 5 de agosto de 2015

PRAZIANA

1. Aire de familia en un interior.

Primero -que recuerde- conocí a su doble fílmico. El coleccionista de gruppi di famiglie dieciochescos. El solitario que apenas abandonaba su palazzo, del exterior del cual sólo sabíamos de la loggia con las cariátides bifrontes como Janos que adelantaban -ya al comienzo del film de Visconti- el carácter doble de nuestro hombre.
Luego seguían los dobleces y los dobles entendidos. Pero jamás se veía el exterior de esa Roma invernal estación que hacía pendant con el invierno del erudito y diletante que vivía embutido en su interior y con algunas salidas escasas, seguramente para enfrascarse en librerías de viejo, remates, trastiendas de casas de antigüedades y cosas semejantes.
Su cuerpo, rasgos y figura eran los de Burt Lancaster.
Luego fue por años –aunque no pueda recordar cuántos exactamente- la lectura, relectura y apuntaciones sobre el texto de un único libro suyo. Claro que sabía de su centralidad dentro de todo lo que había publicado y que era mucho, a juzgar por esas reseñas entre bio y biblio gráficas que aparecen en la contratapa de los libros, siempre rapsódicamente inseguras, y hasta con evidentes faltas de ortografía al transcribir los títulos en sus idiomas originales.
Así aparecían un “Gusto neoclásico”, un “Machiavelli in Inghilterra” -¡que aún no he podido encontrar!-, luego uno puesto en inglés, “The Flaming Star” –se hablaba de sus largas residencias en la isla y su trabajo como profesor en ella- ¿Qué más?
El tomo de setecientas páginas, siempre a punto de despegarse, era de una editorial venezolana muy bien traducido, a excepción de un repetido trance editorial: el de traducir las citas de los textos tan sólo en el idioma que el traductor conocía. Así quedaban en su original largas tiradas en francés, inglés y hasta en alemán. Las de los escritores italianos eran traducidas junto con el texto principal. Por suerte no era difícil con los dos primeros idiomas; pero con el alemán, imposible.
Al final del tomo hay una serie no muy buena ni completa de fotografías blanco y negro con cuadros y con retratos de personajes citados en el cuerpo principal.
El título era y sigue siendo estremecedor: “La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica”. Obvia la referencia católica -obvia para quienes hemos nacido y fuimos criados en medio de su atmósfera- a los tres enemigos teológicos del hombre con la morte reemplazando al Mondo del original escriturario.
Pero no estaba nada mal la elección. ¿No es el Mundo en sentido teológico, la vida terrena y la finitud, o el “estado de yecto” para la filosofía heideggeriana, y para todos ellos eso no lo descubre la muerte? Por lo tanto el cambio de uno de los términos era perfecto.
Declaraba sin tapujos en el prólogo que quería probar tan sólo una cosa y rastrear su seguimiento a lo largo de un siglo. La “algolagnia, o “algofilia”, el sumar dolor y gozo en las descripciones poéticas y narrativas, así como en los gustos ensayísticos y hasta teóricos por ciertas escenas del pasado y contemporáneas que remiten al dolor, a lo macabro incluso, pero en donde la descripción y poetización no son nada neutrales sino que participan con un cierto placer ambiguo.
Así la dichosa expresión de la Mona Lisa para alguien como Walter Pater, que ve nada menos que la de un vampiro en ella.
El que evitara el manoseado término “sado-masoquismo” era ya una señal demarcatoria de la territorialidad en donde se ubicaba su parador intelectual. Así como también el tono era muy diferente de lo que circulaba por lo general en aquellos años -entre fines de la década del sesenta y comienzos de la siguiente- no sólo entre nosotros sino que por lo general era el tono regente en casi todo el mundo occidental de entonces.
El tono de este autor en cambio no era el de un perdonavidas que descendía de su Olimpo particular a explicar algo como un histérico Prometeo apurado por repartir el fuego de su sabiduría: brazas que crepitaban urgentes dentro del nártex. Tampoco era el chapucero -por lo general galo- que exudaba una jerigonza imposible porque no sabía lo que decir, pero tenía ganas de pasar o de posar por profundo y dramáticamente “comprometido”.
No. La prosa y el tono de este autor italiano eran gentiles e irónicos. Perecía tener y mantener con el mundo de la cultura y del arte -con todo ese bloque que llamamos civilización-, una relación entre humorística y desencantada. Parecía envolverlo –porque el estilo es como una envoltura aurática, un marco o, como acostumbraba a decir y repetir él mismo, “un aire de familia”- una desencantada satisfacción por comunicar algo. Pero era una comunicación donde a la satisfacción se unía una otoñal melancolía.
Era indudable entonces que más allá de la imagen física que no creímos nunca la de Burt Lancaster en el original, pero sí que la forma de expresarse, de moverse -incluso con sus tics y sus manías-, correspondían al auténtico professore que el film dirigido por su paisano Luchino Visconti mostraba en su “interno”.

Los años siguientes sumaron libros traducidos y otros en su edición original a mi biblioteca. Su “Historia -en dos tomos- de la literatura inglesa” editada en esta ciudad. Su “Gusto neoclásico” en un grueso volumen de tapas duras, de nuevo con ilustraciones que no creemos completas provenientes del original y con una traducción eficaz.
Ya en inglés “The Flaming Star” que leímos completo en Bariloche, con frío y en un interior con cenicientos leños crepitando detrás de la reja del hogar, pero –ay- con apenas unas estrías de nieve cayendo en el exterior.
Mnemosine” fue publicada por la misma Monte Ávila de Venezuela. Me trajeron de Italia su “Carteggio” con Emilio Cechi que imaginé más extenso y sobre todo -digámoslo sin cortapisas- más confidencial y cargado de infidencias. Pero no fue así. En todo caso el corresponsal más joven –Praz- era el que intentaba la confidencia frente a la reticencia lógica del mayor.
Ese Emilio Cecchi que fuera su figura tutelar al comienzo de su carrera y con el que mantuviera un temprano carteggio, hoy por fortuna publicado, y donde es el joven Praz el locuaz y donde Cecchi elude toda efusión personal. No está nada mal que su hija, Suso Cecchi D’Amico, escribiera con los años el guión del film de Luchino Visconti, Gruppo di famiglia in un interno.(1)
En un penumbroso, estrecho y no muy limpio anaquel al fondo de una indecisa mezcla de cambalache, casa de antigüedades y vaya uno a saber qué más, donde el Centro su vuelve otra cosa hacia el norte de esta ciudad, encontré cubiertos de polvo y con las páginas intactas pero a punto de convertirse en nada, los dos tomos de su “Antologia delle litterature straniere”. Libros que editara junto a otro colega, éste especialista en literatura rusa, llamado Ettore Lo Gatto. Allí figuran traducciones suyas de obras y autores que van del Beowulf hasta Chéjov y Eliot.
También llegaron directamente desde Roma comprados por serviciales corresponsales -o no tan serviciales pero de los que conseguimos que hicieran alguna vez algo útil en sus vidas-, Filosofía dell arredamento e Il mondo che o visto. El primero, una especie de historia antológica de los interiores y su decoración desde los que muestran los mosaicos de Pompeya hasta el día de hoy, sin llegar al caos funcional que lo invade todo luego de la segunda guerra civil mundial.
Il mondo...” es la recopilación en un volumen de todos sus artículos de viaje. Jamás estuvo en Buenos Aires.
Motivi e figure” es un tomo de tapas color blanco y zanahoria publicado en la inmediata dopoguerra por Einaudi, y que tiene en su portada un emblema con un avestruz y una banda en espirales con una inscripción latina de la que alcanzo a descifrar -dado el estado del volumen- “Spiritus purissima…” ya que lo puesto en la segunda voluta de la espiral no logro descifrarlo.
Lo “pedí prestado” a la biblioteca del Instituto italiano de cultura de la calle Charcas, al lado del consulado y en medio el teatro Coliseo, todos de una inútil presencia cultural y de todo tipo entre nosotros. Muy en vez arramblan hasta sus instalaciones a algún tenor o alguna orquesta de cámara, ambos ignotos, como aporte al “intercambio cultural”. Y si no entregan alguna orden al mérito o comendatura a un periodista local buscado al azar telefónico de su apellido de procedencia italiana. Procedencia de la cual el así condecorado recién toma conciencia entonces, y, con la debida emoción, gestionando ya un viajecito a Venecia.
En Italia se decía -¿y se sigue diciendo?- “Una cigaretta, un bichiere di vino e il titolo di comendatore non si rifiuta a nessuno”.
Lo tomé prestado cuando arrojaron entre nosotros a un agregado –creo que encima segundo agregado- cultural de esos que tienen una imagen borrosa de la Argentina y otra todavía más borrosa de Italia. ¿Neo italianos? Es muy posible. No había leído a Pavese ni a Lampedusa. Se decía socialista, cualquier cosa que eso haya querido y quiera hoy decir. Y de Mario Praz -cuando saqué con regocijo su libro del anaquel del Instituto- sólo sabía que en Roma tenía “mala fama”.

¿Mala fama? Sí, que su presencia traía “malafortuna”. Un “Jettatore”, traduje mentalmente para mí y en mis propios términos de exilio trasatlántico. El “agregado” no había leído una sola línea suya, claro está. Pero sabía de su “mala fama”.
Jamás devolví el tomo de Motivi e figure. Llamémoslo expropiación. Contiene un maravilloso ensayo-relato -que incluso el mismo autor propone como una sceneggiatura para cine-, de un posible film con Goya, la Duquesa de Alba y con Godoy como ejes protagónicos en medio de las jornadas de la invasión napoleónica, la del dos de mayo, los enjuagues del “favorito”, las figuras patéticas de la última –parece que penúltima- degeneración borbónica con el terrible Fernando y su padre, el cornudo de Carlos.
Que sepa, jamás se filmó. Pero de un “motivo similar”, o tal vez inspirándose en el propio escrito de Praz, el uruguayo Larreta sacó su novela “Volaverunt”, luego llevada al cine y que espero, por mi salud estética, jamás ver.
Llegó luego en gruesa edición y con apretada tipografía “El pacto con la serpiente”, subtitulado “Paralipomena” a “Il diavolo et al. Maravillosa miscelánea de personajes extravagantes, curiosos, oscilantes entre la manía y el vicio absurdo. Así El Barón Corvo que se autoinvistió de Papa Adriano VII; Vernon Lee, nomme di penna de Violet Paget; Max Beerbohn (este ya para entonces más que un escritor una sombra de curiosidad erudita); J. A. Symonds investigador pionero del “uranismo”; el chimentero estilista –o viceversa- de George Moore. Hay también un breve ensayo titulado, casi como un motto de toda su obra, “Salvación de un aficionado”, dedicado a Richard Monckton Milnes, coleccionista de las obras del Marqués y que por esta via regia aficionara a Swimburne a las sobredosis de fustazos.
Para completar la serie, en la década pasada (2) una editorial española “comunitaria” surgida en medio de esa cariocinesis sin pausa que parece asolar a ese país dividiéndose en miríadas de municipios, tradujo “La casa de la vida”. Son las memorias de Mario Praz escritas de manera muy particular –como no cabía esperar otra cosa-, donde cada capítulo corresponde a un lugar de su palazzo romano y donde aprovecha para describir con delectación morosa cada cuadro, grabado, objeto, efigie de cera, secreter, lámpara y libro o cosa comprada en tal y cual sitio, y a partir de cada uno de ellos desprender apendicularmente un momento y memento de su vida pasada.
Es un libro maravilloso y para mí una de los más bellos que se han escrito en todo el siglo veinte. Es novela-ensayo, crónica, diario, obiter dicta, profesión de fe y ajuste de cuentas. Tuvo la paradójica desdicha de perder el premio Strega de ese año –1958- pero nada menos que en manos de Lampedusa y su “Gatopardo”. Con lo cual alcanza el consuelo de la justicia poética. Por cierto Il Principe es el escritor contemporáneo que más se le parece. ¿Se habrán encontrado alguna vez? ¿Escribió Praz algo sobre el escritor siciliano y su obra? Si alguien lee esto alguna vez, y sabe de ello, me gustaría que me informara al respecto.
La edición originaria de Valencia disputa con la mala paella en cuanto a improvisación. Páginas repetidas, notas no traducidas, innuendoes que el puesto a traductor desconoce. Una posterior edición de los ensayos de Hazlitt lleva esto a su Himalaya de improvisación chapucera, ya que el ensayista inglés -uno de los mejores según mi paladar estético- cita a rajatabla poetas y prosistas, y el que traduce los deja pasar como a sus propias ilusiones juveniles de ser un ilustrado.

2. Entre papeles, solo.

¿Qué es un escritor favorito? Mejor dicho ¿Qué relación mantenemos a lo largo de los años con alguien a quien llamamos “escritor favorito? Diría que es primero una fascinación, una epifanía particular, algo muy similar a lo que Platón -¿o era Sócrates?- llamaba anámnesis, una reminiscencia, una puerta que se abre y una alfombra que se tiende para recibirnos. Un rehabitar el lugar que nos corresponde y que encontramos luego de una diáspora que ahora juzgamos inútil, pero que luego se justificará por el regreso, como la Itaca de Kavafis.
Después es una familiaridad que con el tiempo se va haciendo irónica. Las palabras, las expresiones favoritas, los giros de su escritura, y por ende de su pensamiento, al hacérsenos más cercanos se prestan a la chanza y son tomados un tanto “al churrete”, como decimos por acá. Pero lo incorporamos a nuestras vidas y esa es la prueba más segura de todas. Recurrimos a sus expresiones y opiniones, tanto para salir del paso con el recién llegado apurado y torpe, cuanto en la intimidad de nuestros estudios y gabinetes y en la interioridad de nuestros labirinth ways por donde nos persigue el mastín celestial de la influencia intelectual.
Pasa todavía otro tiempo en el cual se presenta la encrucijada de “seguir tras de sus huellas”, o de emplear algunas de éstas como rastros para diseñar el propio camino. Allí comienzan a aparecer grumos en la cocción y asimetrías en la estructura. ¿Pero no será nuestra propia particularidad que pugna por ser lo que ya es de tantas y variadas maneras, y para acrecentar ese ser debe probarse en la alternancia entre lo que le ha sido dado o concedido y aquello que sabe, intuye o desea que corre por su propia cuenta y riesgo? Entonces tales imperfecciones, o quizás esa incompletitud, son los pretextos pero también los viáticos imprescindibles que necesitamos para seguir avante.
No hay mejor ajuste de cuentas posibles que escribir sobre ello. Escribir es corregirse. Toda crítica es entendimiento de la relación que se ha establecido con determinadas personalidades y con sus obras en tanto nos comprendemos también en gran parte a nosotros. Como dice Simmel al comienzo de uno de sus libros: “Se ha explicado la compresión del arte diciendo que el contemplador repite en cierto modo dentro de sí el proceso de creación del artista” (3)
Al repetirla dentro de sí, es cómo pensamos y comprendemos la obra ajena. Pero en ese repetir recurre también otra cosa que vislumbramos como propia. En esa vislumbre, en especial cuando surgen sus primeros y por cierto más fulgurantes titileos, es cuando se corre el riesgo de ser injustos con el puente por el cual hemos cruzado y, sobre todo, con el pontífice que lo ha erigido.

Lo primero con lo que me dotó Praz, y que sigo poseyendo hasta hoy, fueron dos conceptos muy concretos y tan simples en su apariencia conceptual como suelen serlo los frutos más pulidos de la inteligencia. Y uno depende del otro además. Sostiene que lo primero que debe buscarse para juzgar una forma, un período o modo, es el “aire de familia” que envuelve, o que cruza a través de las obras aparentemente más diversas en tantos aspectos.
En relación con lo anterior, se tiene que hacer o iniciar esa busca a partir del artista menor, del creador secundario, lateral o directamente del epígono y hasta del mero imitador. Como éste sólo puede repetir o quedarse en la superficie sin mucho vuelo ni altura, será quién nos dé la nota dominante del diapasón del período –Praz usa el “do” o el “la” de la época, según los casos.
Incluso como exagerará al respecto, y a veces hasta rozar la propia caricatura, en cuanto al estilo dominante de un período o de una manera, será como el excipiente o vehículo perfectos para nuestras pesquisas hermenéuticas.
Así como el investigador en otras áreas acerca una lente de aumento hasta la tela o al palimpsesto, así el crítico alla Praz debe buscar esas exageraciones epocales de artistas secundarios para hallar la figura o el tono dominantes.
Cuando me apareció la primera intuición o esbozo de lo que he llamado en “El concepto del cine”, “el elemento austrohúngaro” del mismo, apliqué o se aplicó sin más la enseñanza praziana. No fue en Max Ophüls ni en Cukor, ni Mankiewicz, ni en Preminger donde se me apareciera tal aire de familia y estilo de representación, sino en Billy Wilder. En su exageración, hinchazón, plena caricatura, noté hace treinta años –poco más, poco menos- es aire de opereta, de epigrama cínico, de plácida y hasta poltrona aceptación de la vida en especial de sus aspectos más jocosos, o, mejor dicho, eso de verla a ella bajo el manto de la jocosidad.
También: una convergencia -como una doble espiral barroca- de elementos católicos y judíos en armónica recurrencia, como girando en un vals que a cada giro que dan los danzantes acrecen la figura en espiral que vienen trazando. Un goce cierto por la vida y una pátina de melancolía que todo lo cubre. Un respeto en medio de todo ello por aquel que lleva su virtú hasta la plenitud de una forma, aunque ésta y su troquel sólo sean conocidos y reconocidos por unos pocos. Una interioridad superficial -es decir una interioridad no puritana-, donde el decorado que se exhibe y que aflora a veces hasta con impudicia no es oropel vano o biombo ocultatorio, sino forma civilizada y fruto en sazón de la más pura caridad. Ahí está: caridad y calidad. Eso es “lo austrohúngaro”.
En films como “Amor en la tarde” o en “Piso de Soltero”, yendo más atrás en la propia “Sunset Boulevard” se ve eso, pero se lo ve por el absurdo inflacionario. Como si las esporas se hubieran propalado parásitamente en lo que fuera un jardín de invierno y apenas dejaran lugar en su interior para respirar con normalidad en medio de la húmeda estagnación que propaga su multiplicación. Esto me llevó a relacionarlo con las operetas de Offenbach, como “Orfeo en los infiernos” y “La perrichole”, y vi que ahí se iba gestando el aire y hasta el aura de familia.
Pero había todavía demasiado vals y violín gitano sonando en el trasfondo de ese marco de representación. Mucha Viena de pastelería y no la imperial. Se debía perseguir una continuidad y no una exterioridad. La tradición no es folklore así como la práctica del reciclado no nos otorga ninguna permanencia en un lugar, ni siquiera en un estilo. Había que barrer el excesivo confeti y poner a un lado tanto cinismo y saltar por sobre algunas muecas de grotesca escayola. Debía practicarse el traslado y fuimos hacia el otro extremo, incluso cronológico, de su manifestación.

Los dos “von” –ambos apócrifos- Sternberg y Stroheim dieron el “do” o el “la”. Esa temprana profusión de oropeles, antifaces, miradas pringosamente lascivas, tantos tules y baldes rebosantes de botellas de champagne, aristócratas atosigados de caviar y decadencia; tanta seda y decadencia no podía ser real en el otro extremo cronológico como tampoco en su caricatura -a este lado del paraíso-, en los brochazos gruesos de Billy Wilder. ¿Entonces?
El justo medio. Los films de Mankiewicz, Cukor, Preminger, algo después Ulmer y por siempre Max Ophüls, trataran o no –e incluso tangencialmente-, de alguna cosa o atributo austrohúngaro, proseguían ese aire de familia por -¡ahí está!- otros medios.
La continuidad de ese trazo hermenéutico no seguirá relatándose aquí. Al menos por ahora. Se seguirá con Mario Praz como emblema –como motivo e figura- extremo-ejemplar de la doble vida y del coleccionismo como una forma del dandismo; aún como convergencia de ambas tendencias vitales.

3. La casa de la doble vida.

Ya en las primeras páginas de “La casa de la vida” Mario Praz no se muestra muy autocomplaciente al abordar su manía de coleccionista. “... y desde el punto de vista ético hay sin duda en ella (la figura del coleccionista) algo profundamente egoísta y limitado, mezquino incluso”. A lo largo de su extensa memoria no se mostrará en otros aspectos de su vida bajo la mejor luz tampoco. Su sensualidad oscura, pasiva, mental. Sus caprichos. Luego su carácter limitado como padre de una hija que tuvo con una inglesa, y que al parecer, por lo que deja entrever en este libro, permaneció también alejada hasta como anglo parlante.
La inglesa tal -Doris algo- según parece publicó después un libro más o menos de memorias donde presenta con los tintes más oscuros a quién fuera por un tiempo su marido.
Praz confiesa al final del tomo que “La casa de la vida” es el nombre que los egipcios daban al lugar donde guardaban a sus momias. Pinceladas e incluso los brochazos sin más de lo que se conviene en llamar necrofilia abundan también a lo largo del relato y aparecen bajo cualquier pretexto, sea histórico, particular, poético. Ante lo doloroso y macabro se detiene con delectación morosa. Nos enteramos muchos de sus lectores por este libro que tuvo su enamoramiento, incluso físico, de su madre, y que su condición de hijo único y nacido además con una deformidad en su pie derecho, incrementaran todavía más.
No es ningún secreto y no hace falta disponer de su erudición para entender que su obsesión por el estilo Imperio guarda secreta relevancia simétrica debido a los mil y un detalles que este modo decorativo guarda con el egipcio histórico. Su gusto por las esfinges y por las criaturas aladas, su suntuosidad algo macabra, su hieratismo sepulcral.
Con todo ello Praz se nos aparece así y más que nunca como el personaje sintomático del fin de una época. En eso se diferencia casi en lo absoluto de su contemporáneo-par Lampedusa. Éste es un típico hombre y escritor “entre dos mundos” y por ello el gusto del autor de “El Gatopardo” por Stendhal, por su obra, genio y figura.
Pero el autor de “Gusto neoclásico” pertenece al pasado y en el presente -literario, pictórico, arquitectónico- ve nada más que una continuación fallida, serializada, barata, del pasado que acaricia y colecciona. No confía -como su amigo Luchino Visconti- en una continuidad con el presente de los valores que atesora, ni como su otro amigo Bernard Berenson en una extensión espiritual de lo estético resuelto o superado por el estadio religioso.
Es culturalmente católico, tal vez es quien fundara esa sintomatología en la propia Italia, pero le atrae o parece atraerle todo aquello que para cierta perspectiva historicista es lo más oscuro de la retórica católica. Más que lo barroco contrareformista parece gustarle lo sansulpiciano. Ya en su primera edición –1930- de su obra más conocida sufrió los embates de Croce y de sus secuaces, siempre esquivos cuando no espantados de que se levantaran trapos sucios y se inspeccionaran rincones oscuros, psíquicos y biográficos, de sus poetas y escritores amados, todos los cuales eran para el istoricista assoluto no otra cosa que peldaños ideales de un camino hacia la libertad poshegeliana.
En nuestra época y cada vez más crecientemente, la gente suprime de facto el pasado. Así va modificando sus relaciones con los demás o en todo caso las resuelve en una serie de relaciones epocales, escolares, laborales, societarias, incluso intelectuales, las que van siendo reemplazadas por el factor constante de la conveniencia, utilidad-obsolescencia en simétrico par con las formas de producción industrial contemporáneas. Por ello mismo toda actitud reverencial hacia el pasado y en especial toda relación con algún objeto material que corresponda a alguna época abolida, aunque ese objeto siga siendo de algún modo reconocido y reconocible como soporte de operaciones culturales, que toda reverencia a lo pasado, siquiera resumida en coleccionismo, resulta sospechosa.
De igual modo que con las personas, deseamos tener relaciones circunstanciales con las cosas pertenecientes al pasado. La creciente veneración ecológica por la “naturaleza” no deja de ser otro síntoma evidente de ese desapego, cuando no simple desamor, por toda cosa construida- arte y artesanía- materialmente. Más aún, ese desapego por toda cosa que fue realizada, artificialmente, facturada, mano-facturada en el pasado, pero que no tuvo como sus similares contemporáneas un uso mediatizado por la causa material y creada en conjunto con el pecado original de la producción industrial -su obsolescencia-, es todavía mayor. Porque ese objeto resulta extraño a la serie y extravagante a la norma de producción y ahora de circulación. Así una silla, un mueble cualquiera, un florero y una moldura o una figura de cera abandonan el fango terreno de su uso cotidiano para ascender al cielo o en todo caso trepa hasta el purgatorio de lo bello y de lo singular.
Es por ello que el coleccionista resulta un traidor a la especie en sus atributos pequeño-burgueses. Administra un valor diverso y vive rodeado de cosas que sus contemporáneos deben olvidar, abolir, tachar mentalmente para seguir en ese hacia delante inerte que los condiciona a cada paso que dan. Toda detención amorosa, toda caricia a una moldura, a un signo cualquiera impreso en madera o en papel, toda atención prestada a un compás o un grafismo que se interna en el más allá nebuloso de lo anterior, resulta, doble y hasta triplemente, sospechosa. Salvo que figuren seccionadas y catalogadas en el museo. ¿No existen incluso museos del vestido y hasta museos de la ciudad, donde el último cacharro desmembrado de su todo y el fragmento de porcelana o de latón se persiguen para luego ser fruidos en forma de operación antropológica? ¿Y no es lo antropológico, vista bajo este aspecto, como la neutralización científica de nuestra relación activa-amorosa con ese mismo pasado?
Si Praz hace la crónica de un día corriente –día que empieza con arreglos en el piso superior que llenan de ceniza y de escoria de yeso sus muebles y objetos, algo tenido en cuenta como episodio central del film visconteo- dice “La inútil busca del papel me había irritado, la dificultad de encontrar estacionamiento para el coche no había hecho más que reforzar mi exasperación contra el mundo de hoy, donde ya casi no queda espacio para moverse, y donde todo cambia, y no siempre para mejor, de un día para otro: cambian rápidamente las modas, y la calidad de los productos es deliberadamente mala para favorecer la rapidez del deterioro y de las sustituciones (¡y pensar que en el medioevo y en el renacimiento se dejaban en herencia los vestidos!)”
Tiene también, y no escasean, detalles autoirónicos para sus adquisiciones de coleccionista: “Día a día, mientras tanto, iba creciendo en mí el deseo de liberarme de mi serpent of old Nile (se refiera a un cuadro de factura atroz con Cleopatra y Antonio) Primero lo expulsé del lugar de honor que ocupaba en el boudoir, (…) para servir de fondo a un gran busto de terracota de un caballero con patillas, obra de Domenico Paci de Ascoli Piceno, que hace pareja con el busto coronado de rizos de la marquesa de Elci (ambos quedarían muy bien el escaparate de un peluquero)”
¿Podría decirse que en estas actitudes de autoironía con respecto a un pasado material y espiritual ya abolido pero que Praz colecciona y cura con toda devoción diaria, existe algo parecido a lo que en el mundo anglosajón se denominaría con la maltratada palabreja de camp? Algo de eso hay. Pero el gesto, aún sintáctico, de Mario Praz es el de un cercano y constante habitante de tales lugares.
Creo que para poner en funcionamiento la verdadera actitud camp -si es que ello es posible hoy en día, cosa que es negada en mi “Concepto del cine”- se debe tener una distancia también geográfica -aunque no espiritual- con el soporte al que se somete a una tal operación de ironía estética. No creo que ningún alemán -por ejemplo- pueda refrendar y ni siquiera se le hubiera podido ocurrir el gesto más camp -y por suerte temprano- que presenciara en mi vida.
Estando en el Colón, circa mil novecientos sesenta y seis o cosa así, termina el primer acto de “La Walkiria” de la tetralogía wagneriana. Como recordará el lector, siguiendo los planes de Wotan los hermanos Siglind y Sigmund se arrojan en brazos uno del otro para engendrar a Siegfried que liberará a los inmortales de su al parecer inevitable ocaso. Los gritos de “hermano” y “hermana”, repetidos varias veces y el abrazo con el cual concluye el acto.
Al bajar el telón un habitué regordete, de voz más que atiplada, munido de peluquín plateado, girando en redondo, nos comenta característicamente a todos los presentes pedestres en el paraíso “¡Muchachos, se viene de incesto!”
La lejanía geográfica del humus wagneriano propició tal gema del camp vernáculo. ¿Sería posible en la propia Bayreuth o en algún otro teatro alemán? Lo dudo. Tal vez el camp sea sin más un gesto, pura, exclusivamente americano. Otra cosa –ya que estamos- que comprobaría la exclusiva pertenencia de la Argentina y de Estados Unidos a la esencia de lo que se llama estrictamente América. A su vez en sus respectivas diferencias en propalar esta actitud camp, fincarían también sus diferencias mayores y mucho más extensas en otros campos superiores de representación económica y simbólica entre ambas sociedades americanas...

Con Praz nos preguntamos también y a cada rato cómo deslindar en estética y en crítica de arte en general el temperamento, la cualidad psíquica y el temple anímico de quien critica y juzga, de sus opiniones, o cómo -en todo caso- intentar separar sus juicios asertivos y fundamentados en conceptos de las extensiones apendiculares de su particular sensibilidad, de lo que son tan sólo reflejos de su propio temperamento y no aserciones que pueden compartirse, más allá de compartir también estas características subjetivas.
La duda y la ambigüedad asaltan a cada rato a su lector, aún al más atento y constante.
Su predilección por lo que en italiano se denomina bizzarro aparece con cualquier pretexto anecdótico. Digamos que aflora naturalmente. Aquí cuando nos narra su busca de un pintor de mármoles, es decir de aquel oficio -seguramente ya totalmente extinguido- del pintor especializado en imitar sobre la pared mediante el empleo de su pincel la tonalidad y hasta la apariencia del mármol con sus vetas incluidas, especialidad tan romana y no solamente para interiores eclesiásticos, puesto que Praz busca a uno de ellos para dar ese tono marmóreo a una pared de las dependencias de su piso en el Palazzo Ricci de la via Giulia.
¡Pero Roma es ciudad de iglesias, y cuántos falsos mármoles, aparte de los auténticos, hay en estas iglesias! Así que no me resultó difícil dar con uno de esos viejos pintores de mármoles, hecho una ruina a decir verdad, casi un torso como el de Pasquino, cerca del cual tenía la tiendecita un hermano suyo. Y él dormía en aquella tienda, porque no se veía con ánimos de caminar hasta la casa del hermano que estaba muy lejos. No se veía con ánimos porque tenía los pies en un estado miserable, envueltos en vendas y calzados en zapatos deformes como los de los pordioseros de la Ópera de dos centavos (...) El cuerpo era un verdadero macello(4) como dicen en Roma: hinchado, anquilosado como el de un elefante sobre aquellos pies grotescos: un auténtico torso.”
¿No tenemos aquí -y podrían extenderse hasta el hartazgo párrafos semejantes en este recuento-, no tenemos aquí, como digo, un gusto o tendencia por la “algolagnia” del propio escritor, el que es mostrado sin cortapisas? ¿Y no es esta tendencia la que él traslada sin más a las obras pictóricas y poéticas más diversas, así como las ve reflejadas en las opiniones estéticas de sus antecesores en la evaluación crítico-estética? Pero también ¿No es por tener esas características anímicas y esas disposiciones psicológicas –“los instantes de naturaleza” de Teilhard- lo que lleva a que alguien como Praz pueda identificarlas en obras y opiniones del pasado y aún en las más diversas?


NOTAS

1: 1975. “Grupo de familia”, entre nosotros; Conversation Piece, en inglés (es el nombre que se da en ese idioma al tipo de pinturas dieciochescas conocidas como Grupos de familia) Y en España como ¡Confidencias!

2: escrito, circa, 2005.

3: “Problemas fundamentales de la filosofía”, Trad. Fernando Vela, Revista de Occidente, Madrid, s/d.

4: “macello”, es tanto carne para el matadero, como algo de carnicería un tanto pasado, y en sentido figurado, “estrago humano”. Por cierto debemos simetrizarlo aquí con el término francés de “faisandé”, algo pasado de sazón; cercano a la putrefacción como ciertos quesos en estado agusanado o ciertas más que prolongadas cocciones de guisos arcanos. Praz lo emplea para ciertas prosas e imaginaciones relacionadas con la algofilia.



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