1. Aire de familia en un interior.
Primero
-que recuerde- conocí a su doble fílmico. El coleccionista de
gruppi di famiglie
dieciochescos. El solitario que apenas abandonaba su palazzo,
del exterior del
cual sólo sabíamos de la loggia
con las cariátides
bifrontes como Janos que adelantaban -ya al comienzo del film de
Visconti- el carácter doble de nuestro hombre.
Luego
seguían los dobleces y los dobles entendidos. Pero jamás se veía
el exterior de esa Roma invernal estación que hacía pendant
con el invierno del erudito y diletante que vivía embutido en su
interior y con algunas salidas escasas, seguramente para enfrascarse
en librerías de viejo, remates, trastiendas de casas de antigüedades
y cosas semejantes.
Su
cuerpo, rasgos y figura eran los de Burt Lancaster.
Luego
fue por años –aunque no pueda recordar cuántos exactamente- la
lectura, relectura y apuntaciones sobre el texto de un único libro
suyo. Claro que sabía de su centralidad dentro de todo lo que había
publicado y que era mucho, a juzgar por esas reseñas entre bio y
biblio gráficas que aparecen en la contratapa de los libros, siempre
rapsódicamente inseguras, y hasta con evidentes faltas de ortografía
al transcribir los títulos en sus idiomas originales.
Así
aparecían un “Gusto neoclásico”, un “Machiavelli
in Inghilterra”
-¡que aún no he podido encontrar!-, luego uno puesto en inglés,
“The Flaming Star”
–se hablaba de sus largas residencias en la isla y su trabajo como
profesor en ella- ¿Qué más?
El
tomo de setecientas páginas, siempre a punto de despegarse, era de
una editorial venezolana muy bien traducido, a excepción de un
repetido trance editorial: el de traducir las citas de los textos tan
sólo en el idioma que el traductor conocía. Así quedaban en su
original largas tiradas en francés, inglés y hasta en alemán. Las
de los escritores italianos eran traducidas junto con el texto
principal. Por suerte no era difícil con los dos primeros idiomas;
pero con el alemán, imposible.
Al
final del tomo hay una serie no muy buena ni completa de fotografías
blanco y negro con cuadros y con retratos de personajes citados en el
cuerpo principal.
El
título era y sigue siendo estremecedor: “La carne, la muerte y el
diablo en la literatura romántica”. Obvia la referencia católica
-obvia para quienes hemos nacido y fuimos criados en medio de su
atmósfera- a los tres enemigos teológicos del hombre con la morte
reemplazando al
Mondo del original
escriturario.
Pero
no estaba nada mal la elección. ¿No es el Mundo en sentido
teológico, la vida terrena y la finitud, o el “estado de yecto”
para la filosofía heideggeriana, y para todos ellos eso no lo
descubre la muerte? Por lo tanto el cambio de uno de los términos
era perfecto.
Declaraba
sin tapujos en el prólogo que quería probar tan sólo una cosa y
rastrear su seguimiento a lo largo de un siglo. La “algolagnia”,
o “algofilia”, el sumar dolor y gozo en las descripciones
poéticas y narrativas, así como en los gustos ensayísticos y hasta
teóricos por ciertas escenas del pasado y contemporáneas que
remiten al dolor, a lo macabro incluso, pero en donde la descripción
y poetización no son nada neutrales sino que participan con un
cierto placer ambiguo.
Así
la dichosa expresión de la Mona Lisa para alguien como Walter Pater,
que ve nada menos que la de un vampiro en ella.
El
que evitara el manoseado término “sado-masoquismo” era ya una
señal demarcatoria de la territorialidad en donde se ubicaba su
parador intelectual. Así como también el tono era muy diferente de
lo que circulaba por lo general en aquellos años -entre fines de la
década del sesenta y comienzos de la siguiente- no sólo entre
nosotros sino que por lo general era el tono regente en casi todo el
mundo occidental de entonces.
El
tono de este autor en cambio no era el de un perdonavidas que
descendía de su Olimpo particular a explicar algo como un histérico
Prometeo apurado por repartir el fuego de su sabiduría: brazas que
crepitaban urgentes dentro del nártex. Tampoco era el chapucero -por
lo general galo- que exudaba una jerigonza imposible porque no sabía
lo que decir, pero tenía ganas de pasar o de posar por profundo y
dramáticamente “comprometido”.
No.
La prosa y el tono de este autor italiano eran gentiles e irónicos.
Perecía tener y mantener con el mundo de la cultura y del arte -con
todo ese bloque que llamamos civilización-, una relación entre
humorística y desencantada. Parecía envolverlo –porque el estilo
es como una envoltura aurática, un marco o, como acostumbraba a
decir y repetir él mismo, “un aire de familia”- una desencantada
satisfacción por comunicar algo. Pero era una comunicación donde a
la satisfacción se unía una otoñal melancolía.
Era
indudable entonces que más allá de la imagen física que no creímos
nunca la de Burt Lancaster en el original, pero sí que la forma de
expresarse, de moverse -incluso con sus tics y sus manías-,
correspondían al auténtico professore
que el film dirigido por su paisano Luchino Visconti mostraba en su
“interno”.
Los
años siguientes sumaron libros traducidos y otros en su edición
original a mi biblioteca. Su “Historia -en dos tomos- de la
literatura inglesa” editada en esta ciudad. Su “Gusto neoclásico”
en un grueso volumen de tapas duras, de nuevo con ilustraciones que
no creemos completas provenientes del original y con una traducción
eficaz.
Ya
en inglés “The
Flaming Star” que
leímos completo en Bariloche, con frío y en un interior con
cenicientos leños crepitando detrás de la reja del hogar, pero –ay-
con apenas unas estrías de nieve cayendo en el exterior.
“Mnemosine”
fue publicada por la misma Monte Ávila de Venezuela. Me trajeron de
Italia su “Carteggio”
con Emilio Cechi que imaginé más extenso y sobre todo -digámoslo
sin cortapisas- más confidencial y cargado de infidencias. Pero no
fue así. En todo caso el corresponsal más joven –Praz- era el que
intentaba la confidencia frente a la reticencia lógica del mayor.
Ese
Emilio Cecchi que fuera su figura tutelar al comienzo de su carrera y
con el que mantuviera un temprano carteggio,
hoy por fortuna publicado, y donde es el joven Praz el locuaz y donde
Cecchi elude toda efusión personal. No está nada mal que su hija,
Suso Cecchi D’Amico, escribiera con los años el guión del film de
Luchino Visconti, Gruppo di famiglia in un
interno.(1)
En
un penumbroso, estrecho y no muy limpio anaquel al fondo de una
indecisa mezcla de cambalache, casa de antigüedades y vaya uno a
saber qué más, donde el Centro su vuelve otra cosa hacia el norte
de esta ciudad, encontré cubiertos de polvo y con las páginas
intactas pero a punto de convertirse en nada, los dos tomos de su
“Antologia delle
litterature straniere”.
Libros que editara junto a otro colega, éste especialista en
literatura rusa, llamado Ettore Lo Gatto. Allí figuran traducciones
suyas de obras y autores que van del Beowulf hasta Chéjov y Eliot.
También
llegaron directamente desde Roma comprados por serviciales
corresponsales -o no tan serviciales pero de los que conseguimos que
hicieran alguna vez algo útil en sus vidas-, Filosofía
dell arredamento e
Il mondo che o
visto. El primero,
una especie de historia antológica de los interiores y su decoración
desde los que muestran los mosaicos de Pompeya hasta el día de hoy,
sin llegar al caos funcional que lo invade todo luego de la segunda
guerra civil mundial.
“Il
mondo...” es la
recopilación en un volumen de todos sus artículos de viaje. Jamás
estuvo en Buenos Aires.
“Motivi
e figure” es un
tomo de tapas color blanco y zanahoria publicado en la inmediata
dopoguerra
por Einaudi, y que tiene en su portada un emblema con un avestruz y
una banda en espirales con una inscripción latina de la que alcanzo
a descifrar -dado el estado del volumen- “Spiritus
purissima…” ya
que lo puesto en la segunda voluta de la espiral no logro
descifrarlo.
Lo
“pedí prestado” a la biblioteca del Instituto italiano de
cultura de la calle Charcas, al lado del consulado y en medio el
teatro Coliseo, todos de una inútil presencia cultural y de todo
tipo entre nosotros. Muy en vez arramblan hasta sus instalaciones a
algún tenor o alguna orquesta de cámara, ambos ignotos, como aporte
al “intercambio cultural”. Y si no entregan alguna orden al
mérito o comendatura a un periodista local buscado al azar
telefónico de su apellido de procedencia italiana. Procedencia de la
cual el así condecorado recién toma conciencia entonces, y, con la
debida emoción, gestionando ya un viajecito a Venecia.
En
Italia se decía -¿y se sigue diciendo?- “Una
cigaretta, un bichiere di vino e il titolo di comendatore non si
rifiuta a nessuno”.
Lo
tomé prestado cuando arrojaron entre nosotros a un agregado –creo
que encima segundo agregado- cultural de esos que tienen una imagen
borrosa de la Argentina y otra todavía más borrosa de Italia. ¿Neo
italianos? Es muy posible. No había leído a Pavese ni a Lampedusa.
Se decía socialista, cualquier cosa que eso haya querido y quiera
hoy decir. Y de Mario Praz -cuando saqué con regocijo su libro del
anaquel del Instituto- sólo sabía que en Roma tenía “mala fama”.
¿Mala
fama? Sí, que su presencia traía “malafortuna”.
Un “Jettatore”,
traduje mentalmente para mí y en mis propios términos de exilio
trasatlántico. El “agregado” no había leído una sola línea
suya, claro está. Pero sabía de su “mala fama”.
Jamás
devolví el tomo de Motivi
e figure.
Llamémoslo expropiación. Contiene un maravilloso ensayo-relato -que
incluso el mismo autor propone como una sceneggiatura
para cine-, de un posible film con Goya, la Duquesa de Alba y con
Godoy como ejes protagónicos en medio de las jornadas de la invasión
napoleónica, la del dos de mayo, los enjuagues del “favorito”,
las figuras patéticas de la última –parece que penúltima-
degeneración borbónica con el terrible Fernando y su padre, el
cornudo de Carlos.
Que
sepa, jamás se filmó. Pero de un “motivo similar”, o tal vez
inspirándose en el propio escrito de Praz, el uruguayo Larreta sacó
su novela “Volaverunt”, luego llevada al cine y que espero, por
mi salud estética, jamás ver.
Llegó
luego en gruesa edición y con apretada tipografía “El pacto con
la serpiente”, subtitulado “Paralipomena” a “Il
diavolo et al.
Maravillosa miscelánea de personajes extravagantes, curiosos,
oscilantes entre la manía y el vicio absurdo. Así El Barón Corvo
que se autoinvistió de Papa Adriano VII; Vernon Lee, nomme
di penna de Violet
Paget; Max Beerbohn (este ya para entonces más que un escritor una
sombra de curiosidad erudita); J. A. Symonds investigador pionero del
“uranismo”; el chimentero estilista –o viceversa- de George
Moore. Hay también un breve ensayo titulado, casi como un motto de
toda su obra, “Salvación de un aficionado”, dedicado a Richard
Monckton Milnes, coleccionista de las obras del Marqués y que por
esta via regia
aficionara a Swimburne a las sobredosis de fustazos.
Para
completar la serie, en la década pasada (2) una editorial española
“comunitaria” surgida en medio de esa cariocinesis sin pausa que
parece asolar a ese país dividiéndose en miríadas de municipios,
tradujo “La casa de la vida”. Son las memorias de Mario Praz
escritas de manera muy particular –como no cabía esperar otra
cosa-, donde cada capítulo corresponde a un lugar de su palazzo
romano y donde aprovecha para describir con delectación morosa cada
cuadro, grabado, objeto, efigie de cera, secreter, lámpara y libro o
cosa comprada en tal y cual sitio, y a partir de cada uno de ellos
desprender apendicularmente un momento y memento de su vida pasada.
Es
un libro maravilloso y para mí una de los más bellos que se han
escrito en todo el siglo veinte. Es novela-ensayo, crónica, diario,
obiter dicta,
profesión de fe y ajuste de cuentas. Tuvo la paradójica desdicha de
perder el premio Strega de ese año –1958- pero nada menos que en
manos de Lampedusa y su “Gatopardo”. Con lo cual alcanza el
consuelo de la justicia poética. Por cierto Il
Principe es el
escritor contemporáneo que más se le parece. ¿Se habrán
encontrado alguna vez? ¿Escribió Praz algo sobre el escritor
siciliano y su obra? Si alguien lee esto alguna vez, y sabe de ello,
me gustaría que me informara al respecto.
La
edición originaria de Valencia disputa con la mala paella en cuanto
a improvisación. Páginas repetidas, notas no traducidas, innuendoes
que el puesto a traductor desconoce. Una posterior edición de los
ensayos de Hazlitt lleva esto a su Himalaya de improvisación
chapucera, ya que el ensayista inglés -uno de los mejores según mi
paladar estético- cita a rajatabla poetas y prosistas, y el que
traduce los deja pasar como a sus propias ilusiones juveniles de ser
un ilustrado.
2. Entre papeles, solo.
¿Qué
es un escritor favorito? Mejor dicho ¿Qué relación mantenemos a lo
largo de los años con alguien a quien llamamos “escritor favorito?
Diría que es primero una fascinación, una epifanía particular,
algo muy similar a lo que Platón -¿o era Sócrates?- llamaba
anámnesis,
una reminiscencia, una puerta que se abre y una alfombra que se
tiende para recibirnos. Un rehabitar el lugar que nos corresponde y
que encontramos luego de una diáspora que ahora juzgamos inútil,
pero que luego se justificará por el regreso, como la Itaca de
Kavafis.
Después
es una familiaridad que con el tiempo se va haciendo irónica. Las
palabras, las expresiones favoritas, los giros de su escritura, y por
ende de su pensamiento, al hacérsenos más cercanos se prestan a la
chanza y son tomados un tanto “al churrete”, como decimos por
acá. Pero lo incorporamos a nuestras vidas y esa es la prueba más
segura de todas. Recurrimos a sus expresiones y opiniones, tanto para
salir del paso con el recién llegado apurado y torpe, cuanto en la
intimidad de nuestros estudios y gabinetes y en la interioridad de
nuestros labirinth
ways por donde nos
persigue el mastín celestial de la influencia intelectual.
Pasa
todavía otro tiempo en el cual se presenta la encrucijada de “seguir
tras de sus huellas”, o de emplear algunas de éstas como rastros
para diseñar el propio camino. Allí comienzan a aparecer grumos en
la cocción y asimetrías en la estructura. ¿Pero no será nuestra
propia particularidad que pugna por ser lo que ya es de tantas y
variadas maneras, y para acrecentar ese ser
debe probarse en la alternancia entre lo que le ha sido dado o
concedido y aquello que sabe, intuye o desea que corre por su propia
cuenta y riesgo? Entonces tales imperfecciones, o quizás esa
incompletitud, son los pretextos pero también los viáticos
imprescindibles que necesitamos para seguir avante.
No
hay mejor ajuste de cuentas posibles que escribir sobre ello.
Escribir es corregirse. Toda crítica es entendimiento de la relación
que se ha establecido con determinadas personalidades y con sus obras
en tanto nos comprendemos también en gran parte a nosotros. Como
dice Simmel al comienzo de uno de sus libros: “Se ha explicado la
compresión del arte diciendo que el contemplador repite en cierto
modo dentro de sí el proceso de creación del artista” (3)
Al
repetirla dentro de sí, es cómo pensamos y comprendemos la obra
ajena. Pero en ese repetir recurre también otra cosa que
vislumbramos como propia. En esa vislumbre, en especial cuando surgen
sus primeros y por cierto más fulgurantes titileos, es cuando se
corre el riesgo de ser injustos con el puente por el cual hemos
cruzado y, sobre todo, con el pontífice que lo ha erigido.
Lo
primero con lo que me dotó Praz, y que sigo poseyendo hasta hoy,
fueron dos conceptos muy concretos y tan simples en su apariencia
conceptual como suelen serlo los frutos más pulidos de la
inteligencia. Y uno depende del otro además. Sostiene que lo primero
que debe buscarse para juzgar una forma, un período o modo, es el
“aire de familia” que envuelve, o que cruza a través de las
obras aparentemente más diversas en tantos aspectos.
En
relación con lo anterior, se tiene que hacer o iniciar esa busca a
partir del artista menor, del creador secundario, lateral o
directamente del epígono y hasta del mero imitador. Como éste sólo
puede repetir o quedarse en la superficie sin mucho vuelo ni altura,
será quién nos dé la nota dominante del diapasón del período
–Praz usa el “do” o el “la” de la época, según los casos.
Incluso
como exagerará al respecto, y a veces hasta rozar la propia
caricatura, en cuanto al estilo dominante de un período o de una
manera, será como el excipiente o vehículo perfectos para nuestras
pesquisas hermenéuticas.
Así
como el investigador en otras áreas acerca una lente de aumento
hasta la tela o al palimpsesto, así el crítico alla
Praz debe buscar esas exageraciones epocales de artistas secundarios
para hallar la figura o el tono dominantes.
Cuando
me apareció la primera intuición o esbozo de lo que he llamado en
“El concepto del cine”, “el elemento austrohúngaro” del
mismo, apliqué o se aplicó sin más la enseñanza praziana. No fue
en Max Ophüls ni en Cukor, ni Mankiewicz, ni en Preminger donde se
me apareciera tal aire de familia y estilo de representación, sino
en Billy Wilder. En su exageración, hinchazón, plena caricatura,
noté hace treinta años –poco más, poco menos- es aire de
opereta, de epigrama cínico, de plácida y hasta poltrona aceptación
de la vida en especial de sus aspectos más jocosos, o, mejor dicho,
eso de verla a ella bajo el manto de la jocosidad.
También:
una convergencia -como una doble espiral barroca- de elementos
católicos y judíos en armónica recurrencia, como girando en un
vals que a cada giro que dan los danzantes acrecen la figura en
espiral que vienen trazando. Un goce cierto por la vida y una pátina
de melancolía que todo lo cubre. Un respeto en medio de todo ello
por aquel que lleva su virtú
hasta la plenitud de una forma, aunque ésta y su troquel sólo sean
conocidos y reconocidos por unos pocos. Una interioridad superficial
-es decir una interioridad no puritana-, donde el decorado que se
exhibe y que aflora a veces hasta con impudicia no es oropel vano o
biombo ocultatorio, sino forma civilizada y fruto en sazón de la más
pura caridad. Ahí está: caridad y calidad. Eso es “lo
austrohúngaro”.
En
films como “Amor en la tarde” o en “Piso de Soltero”, yendo
más atrás en la propia “Sunset
Boulevard” se ve
eso, pero se lo ve por el absurdo inflacionario. Como si las esporas
se hubieran propalado parásitamente en lo que fuera un jardín de
invierno y apenas dejaran lugar en su interior para respirar con
normalidad en medio de la húmeda estagnación que propaga su
multiplicación. Esto me llevó a relacionarlo con las operetas de
Offenbach, como “Orfeo en los infiernos” y “La perrichole”, y
vi que ahí se iba gestando el aire y hasta el aura de familia.
Pero
había todavía demasiado vals y violín gitano sonando en el
trasfondo de ese marco de representación. Mucha Viena de pastelería
y no la imperial. Se debía perseguir una continuidad y no una
exterioridad. La tradición no es folklore así como la práctica del
reciclado no nos otorga ninguna permanencia en un lugar, ni siquiera
en un estilo. Había que barrer el excesivo confeti y poner a un lado
tanto cinismo y saltar por sobre algunas muecas de grotesca escayola.
Debía practicarse el traslado y fuimos hacia el otro extremo,
incluso cronológico, de su manifestación.
Los
dos “von” –ambos apócrifos- Sternberg y Stroheim dieron el
“do” o el “la”. Esa temprana profusión de oropeles,
antifaces, miradas pringosamente lascivas, tantos tules y baldes
rebosantes de botellas de champagne, aristócratas atosigados de
caviar y decadencia; tanta seda y decadencia no podía ser real en el
otro extremo cronológico como tampoco en su caricatura -a este lado
del paraíso-, en los brochazos gruesos de Billy Wilder. ¿Entonces?
El
justo medio. Los films de Mankiewicz, Cukor, Preminger, algo después
Ulmer y por siempre Max Ophüls, trataran o no –e incluso
tangencialmente-, de alguna cosa o atributo austrohúngaro,
proseguían ese aire de familia por -¡ahí está!- otros medios.
La
continuidad de ese trazo hermenéutico no seguirá relatándose aquí.
Al menos por ahora. Se seguirá con Mario Praz como emblema –como
motivo e figura-
extremo-ejemplar de la doble vida y del coleccionismo como una forma
del dandismo; aún como convergencia de ambas tendencias vitales.
3. La casa de la doble vida.
Ya
en las primeras páginas de “La casa de la vida” Mario Praz no se
muestra muy autocomplaciente al abordar su manía de coleccionista.
“... y desde el punto de vista ético hay sin duda en ella (la
figura del coleccionista) algo profundamente egoísta y limitado,
mezquino incluso”. A lo largo de su extensa memoria no se mostrará
en otros aspectos de su vida bajo la mejor luz tampoco. Su
sensualidad oscura, pasiva, mental. Sus caprichos. Luego su carácter
limitado como padre de una hija que tuvo con una inglesa, y que al
parecer, por lo que deja entrever en este libro, permaneció también
alejada hasta como anglo parlante.
La
inglesa tal -Doris algo- según parece publicó después un libro más
o menos de memorias donde presenta con los tintes más oscuros a
quién fuera por un tiempo su marido.
Praz
confiesa al final del tomo que “La casa de la vida” es el nombre
que los egipcios daban al lugar donde guardaban a sus momias.
Pinceladas e incluso los brochazos sin más de lo que se conviene en
llamar necrofilia abundan también a lo largo del relato y aparecen
bajo cualquier pretexto, sea histórico, particular, poético. Ante
lo doloroso y macabro se detiene con delectación morosa. Nos
enteramos muchos de sus lectores por este libro que tuvo su
enamoramiento, incluso físico, de su madre, y que su condición de
hijo único y nacido además con una deformidad en su pie derecho,
incrementaran todavía más.
No
es ningún secreto y no hace falta disponer de su erudición para
entender que su obsesión por el estilo Imperio guarda secreta
relevancia simétrica debido a los mil y un detalles que este modo
decorativo guarda con el egipcio histórico. Su gusto por las
esfinges y por las criaturas aladas, su suntuosidad algo macabra, su
hieratismo sepulcral.
Con
todo ello Praz se nos aparece así y más que nunca como el personaje
sintomático del fin de una época. En eso se diferencia casi en lo
absoluto de su contemporáneo-par Lampedusa. Éste es un típico
hombre y escritor “entre dos mundos” y por ello el gusto del
autor de “El Gatopardo” por Stendhal, por su obra, genio y
figura.
Pero
el autor de “Gusto neoclásico” pertenece al pasado y en el
presente -literario, pictórico, arquitectónico- ve nada más que
una continuación fallida, serializada, barata, del pasado que
acaricia y colecciona. No confía -como su amigo Luchino Visconti- en
una continuidad con el presente de los valores que atesora, ni como
su otro amigo Bernard Berenson en una extensión espiritual de lo
estético resuelto o superado por el estadio religioso.
Es
culturalmente católico, tal vez es quien fundara esa sintomatología
en la propia Italia, pero le atrae o parece atraerle todo aquello que
para cierta perspectiva historicista es lo más oscuro de la
retórica católica. Más que lo barroco contrareformista parece
gustarle lo sansulpiciano. Ya en su primera edición –1930- de su
obra más conocida sufrió los embates de Croce y de sus secuaces,
siempre esquivos cuando no espantados de que se levantaran trapos
sucios y se inspeccionaran rincones oscuros, psíquicos y
biográficos, de sus poetas y escritores amados, todos los cuales
eran para el istoricista
assoluto no otra
cosa que peldaños ideales de un camino hacia la libertad
poshegeliana.
En
nuestra época y cada vez más crecientemente, la gente suprime de
facto el pasado. Así va modificando sus relaciones con los demás o
en todo caso las resuelve en una serie de relaciones epocales,
escolares, laborales, societarias, incluso intelectuales, las que van
siendo reemplazadas por el factor constante de la conveniencia,
utilidad-obsolescencia en simétrico par con las formas de producción
industrial contemporáneas. Por ello mismo toda actitud reverencial
hacia el pasado y en especial toda relación con algún objeto
material que corresponda a alguna época abolida, aunque ese objeto
siga siendo de algún modo reconocido y reconocible como soporte de
operaciones culturales, que toda reverencia a lo pasado, siquiera
resumida en coleccionismo, resulta sospechosa.
De
igual modo que con las personas, deseamos tener relaciones
circunstanciales con las cosas pertenecientes al pasado. La creciente
veneración ecológica por la “naturaleza” no deja de ser otro
síntoma evidente de ese desapego, cuando no simple desamor, por toda
cosa construida- arte y artesanía- materialmente. Más aún, ese
desapego por toda cosa que fue realizada, artificialmente, facturada,
mano-facturada en el pasado, pero que no tuvo como sus similares
contemporáneas un uso mediatizado por la causa material y creada en
conjunto con el pecado original de la producción industrial -su
obsolescencia-, es todavía mayor. Porque ese objeto resulta extraño
a la serie y extravagante a la norma de producción y ahora de
circulación. Así una silla, un mueble cualquiera, un florero y una
moldura o una figura de cera abandonan el fango terreno de su uso
cotidiano para ascender al cielo o en todo caso trepa hasta el
purgatorio de lo bello y de lo singular.
Es
por ello que el coleccionista resulta un traidor a la especie en sus
atributos pequeño-burgueses. Administra un valor diverso y vive
rodeado de cosas que sus contemporáneos deben olvidar, abolir,
tachar mentalmente para seguir en ese hacia delante inerte que los
condiciona a cada paso que dan. Toda detención amorosa, toda caricia
a una moldura, a un signo cualquiera impreso en madera o en papel,
toda atención prestada a un compás o un grafismo que se interna en
el más allá nebuloso de lo anterior, resulta, doble y hasta
triplemente, sospechosa. Salvo que figuren seccionadas y catalogadas
en el museo. ¿No existen incluso museos del vestido y hasta museos
de la ciudad, donde el último cacharro desmembrado de su todo y el
fragmento de porcelana o de latón se persiguen para luego ser
fruidos en forma de operación antropológica? ¿Y no es lo
antropológico, vista bajo este aspecto, como la neutralización
científica de nuestra relación activa-amorosa con ese mismo pasado?
Si
Praz hace la crónica de un día corriente –día que empieza con
arreglos en el piso superior que llenan de ceniza y de escoria de
yeso sus muebles y objetos, algo tenido en cuenta como episodio
central del film visconteo- dice “La inútil busca del papel me
había irritado, la dificultad de encontrar estacionamiento para el
coche no había hecho más que reforzar mi exasperación contra el
mundo de hoy, donde ya casi no queda espacio para moverse, y donde
todo cambia, y no siempre para mejor, de un día para otro: cambian
rápidamente las modas, y la calidad de los productos es
deliberadamente mala para favorecer la rapidez del deterioro y de las
sustituciones (¡y pensar que en el medioevo y en el renacimiento se
dejaban en herencia los vestidos!)”
Tiene
también, y no escasean, detalles autoirónicos para sus
adquisiciones de coleccionista: “Día a día, mientras tanto, iba
creciendo en mí el deseo de liberarme de mi serpent
of old Nile (se
refiera a un cuadro de factura atroz con Cleopatra y Antonio) Primero
lo expulsé del lugar de honor que ocupaba en el boudoir,
(…) para servir de fondo a un gran busto de terracota de un
caballero con patillas, obra de Domenico Paci de Ascoli Piceno, que
hace pareja con el busto coronado de rizos de la marquesa de Elci
(ambos quedarían muy bien el escaparate de un peluquero)”
¿Podría
decirse que en estas actitudes de autoironía con respecto a un
pasado material y espiritual ya abolido pero que Praz colecciona y
cura con toda devoción diaria, existe algo parecido a lo que en el
mundo anglosajón se denominaría con la maltratada palabreja de
camp?
Algo de eso hay. Pero el gesto, aún sintáctico, de Mario Praz es
el de un cercano y constante habitante de tales lugares.
Creo
que para poner en funcionamiento la verdadera actitud camp
-si es que ello es posible hoy en día, cosa que es negada en mi
“Concepto del cine”- se debe tener una distancia también
geográfica -aunque no espiritual- con el soporte al que se somete a
una tal operación de ironía estética. No creo que ningún alemán
-por ejemplo- pueda refrendar y ni siquiera se le hubiera podido
ocurrir el gesto más camp
-y por suerte temprano- que presenciara en mi vida.
Estando
en el Colón, circa mil novecientos sesenta y seis o cosa así,
termina el primer acto de “La Walkiria” de la tetralogía
wagneriana. Como recordará el lector, siguiendo los planes de Wotan
los hermanos Siglind y Sigmund se arrojan en brazos uno del otro para
engendrar a Siegfried que liberará a los inmortales de su al parecer
inevitable ocaso. Los gritos de “hermano” y “hermana”,
repetidos varias veces y el abrazo con el cual concluye el acto.
Al
bajar el telón un habitué regordete, de voz más que atiplada,
munido de peluquín plateado, girando en redondo, nos comenta
característicamente a todos los presentes pedestres en el paraíso
“¡Muchachos, se viene de incesto!”
La
lejanía geográfica del humus wagneriano propició tal gema del camp
vernáculo. ¿Sería posible en la propia Bayreuth o en algún otro
teatro alemán? Lo dudo. Tal vez el camp
sea sin más un gesto, pura, exclusivamente americano. Otra cosa –ya
que estamos- que comprobaría la exclusiva pertenencia de la
Argentina y de Estados Unidos a la esencia de lo que se llama
estrictamente América. A su vez en sus respectivas diferencias en
propalar esta actitud camp,
fincarían también sus diferencias mayores y mucho más extensas en
otros campos superiores de representación económica y simbólica
entre ambas sociedades americanas...
Con
Praz nos preguntamos también y a cada rato cómo deslindar en
estética y en crítica de arte en general el temperamento, la
cualidad psíquica y el temple anímico de quien critica y juzga, de
sus opiniones, o cómo -en todo caso- intentar separar sus juicios
asertivos y fundamentados en conceptos de las extensiones
apendiculares de su particular sensibilidad, de lo que son tan sólo
reflejos de su propio temperamento y no aserciones que pueden
compartirse, más allá de compartir también estas características
subjetivas.
La
duda y la ambigüedad asaltan a cada rato a su lector, aún al más
atento y constante.
Su
predilección por lo que en italiano se denomina bizzarro
aparece con cualquier pretexto anecdótico. Digamos que aflora
naturalmente. Aquí cuando nos narra su busca de un pintor de
mármoles, es decir de aquel oficio -seguramente ya totalmente
extinguido- del pintor especializado en imitar sobre la pared
mediante el empleo de su pincel la tonalidad y hasta la apariencia
del mármol con sus vetas incluidas, especialidad tan romana y no
solamente para interiores eclesiásticos, puesto que Praz busca a uno
de ellos para dar ese tono marmóreo a una pared de las dependencias
de su piso en el Palazzo Ricci de la via Giulia.
“¡Pero
Roma es ciudad de iglesias, y cuántos falsos mármoles, aparte de
los auténticos, hay en estas iglesias! Así que no me resultó
difícil dar con uno de esos viejos pintores de mármoles, hecho una
ruina a decir verdad, casi un torso como el de Pasquino, cerca del
cual tenía la tiendecita un hermano suyo. Y él dormía en aquella
tienda, porque no se veía con ánimos de caminar hasta la casa del
hermano que estaba muy lejos. No se veía con ánimos porque tenía
los pies en un estado miserable, envueltos en vendas y calzados en
zapatos deformes como los de los pordioseros de la Ópera de dos
centavos (...) El cuerpo era un verdadero macello(4)
como dicen en Roma: hinchado, anquilosado como el de un elefante
sobre aquellos pies grotescos: un auténtico torso.”
¿No
tenemos aquí -y podrían extenderse hasta el hartazgo párrafos
semejantes en este recuento-, no tenemos aquí, como digo, un gusto o
tendencia por la “algolagnia” del propio escritor, el que es
mostrado sin cortapisas? ¿Y no es esta tendencia la que él traslada
sin más a las obras pictóricas y poéticas más diversas, así como
las ve reflejadas en las opiniones estéticas de sus antecesores en
la evaluación crítico-estética? Pero también ¿No es por tener
esas características anímicas y esas disposiciones psicológicas
–“los instantes de naturaleza” de Teilhard- lo que lleva a que
alguien como Praz pueda identificarlas en obras y opiniones del
pasado y aún en las más diversas?
NOTAS
1:
1975. “Grupo de familia”, entre nosotros; Conversation
Piece,
en inglés (es el nombre que se da en ese idioma al tipo de pinturas
dieciochescas conocidas como Grupos de familia) Y en España como
¡Confidencias!
2:
escrito, circa, 2005.
3:
“Problemas fundamentales de la filosofía”, Trad. Fernando Vela,
Revista de Occidente, Madrid, s/d.
4:
“macello”,
es tanto carne para el matadero, como algo de carnicería un tanto
pasado, y en sentido figurado, “estrago humano”. Por cierto
debemos simetrizarlo aquí con el término francés de “faisandé”,
algo pasado de sazón; cercano a la putrefacción como ciertos quesos
en estado agusanado o ciertas más que prolongadas cocciones de
guisos arcanos. Praz lo emplea para ciertas prosas e imaginaciones
relacionadas con la algofilia.
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