Porlock es una exigua villa costera del
condado de Somerset al norte de Inglaterra. Situada en un profundo valle,
Exmoor, cinco millas al Oeste de Minehead. La villa tiene una población de 1377
habitantes según estimaciones del año 2002.
Además de su iglesia, que se reputa como la
más pequeña de toda Inglaterra y de una salina formada por el mar, la remota
villa no sería para nada señalable a no ser por la estadía que el poeta Samuel
Taylor Coleridge tuvo muy cerca de ella. En rigor habitó entre las villas de
Porlock y Linton, en un lugar algo apartado llamado Nether Stowey. Una estadía
de años, donde intentó desde la jardinería hasta la cría de cerdos, y años que
comprendieran también el asunto que a partir de entonces, y tomando incluso
ciertos rasgos legendarios, empezó a ser conocido como “El vecino de Porlock”
o, más sencillamente, “El hombre de Porlock”.
Una tarde de otoño de 1797, luego de una
considerable y ya habitual toma de tintura de láudano Colerigde entró en ese
estado de sopor o de “animación suspendida” –como al parecer lo llamaría el
propio poeta, aunque esto no es seguro- que da la ingestión de tal droga, la
que era usada por ese entonces –bueno es siempre recordarlo- para todo dolor
conocido, desde el de muelas y las jaquecas hasta para los dolores de parto.
En ese estado leyó un capítulo del
libro de Samuel Purchas, llamado “Su peregrinaje”, sobre la expansión de los
mongoles de Gengis Khan -conocido en inglés como Kubla Khan- y el palacio que
éste mandó edificar en Xanadú, y al quedar dormido o en ese estado de rêverie oyó una voz que le dictaba lo
que luego al despertar recordó como dos o tres centenares de versos. Dispuso
–así lo señala en una memoria posterior- pluma, papel y tinta. Al llegar a
poner sobre el papel -siguiendo casi al dictado la voz del entresueño-, el
verso cincuenta y cuatro es interrumpido por alguien que llama a la puerta.
Aquí los datos -luego recordados por el propio autor años después-, se
complican. ¿Atendió el propio escritor la puerta? ¿No estaba la fiel ama de
llaves con su cofia blanca o el torvo mayordomo alto, envarado y esquelético?
En fin. Coleridge recuerda sí que se trataba de alguien venido de Porlock y que
traía un mensaje o asunto de negocios y que el otro -con sus tártaros
moviéndose por su magín y que reclamaban su pasaje al papel-, intentó sacarse
de encima. Oigamos el relato del propio autor que sumó como prólogo a la
edición de sus poemas completos en 1816.
“In the summer of the year 1797, the Author, then in ill health, had
retired to a lonely farm-house between Porlock and Linton, on the Exmoor
confines of Somerset and Devonshire. In consequence of a slight indisposition,
an anodyne had been prescribed, from the effects of which he fell asleep in his
chair at the moment that he was reading the following sentence, or words of the
same substance, in 'Purchas's Pilgrimage': 'Here the Khan Kubla commanded a
palace to be built, and a stately garden thereunto. And thus ten miles of
fertile ground were inclosed with a wall.' The Author continued for about three
hours in a profound sleep, at least of the external senses, during which time
he has the most vivid confidence, that he could not have composed less than
from two to three hundred lines; if that indeed can be called composition in
which all the images rose up before him as things, with a parallel production of the
correspondent expressions, without any sensation or consciousness of effort. On
awaking he appeared to himself to have a distinct recollection of the whole,
and taking his pen, ink, and paper, instantly and eagerly wrote down the lines
that are here preserved. At this moment he was unfortunately called out by a
person on business from Porlock, and detained by him above an hour, and on his
return to his room, found, to his no small surprise and mortification, that
though he still retained some vague and dim recollection of the general purport
of the vision, yet, with the exception of some eight or ten scattered lines and
images, all the rest had passed away like the images on the surface of a stream
into which a stone has been cast, but, alas! without the after restoration of
the latter!” (1)
El dicho “Man of Porlock” o “Neighbour of
Porlock” pasó a la lengua inglesa como expresión de la intromisión inesperada e
indeseada de alguien en un momento particular de una existencia. Algo así como
el clásico “presente griego”, que fuera traducido entre nosotros "caer como peludo de regalo”.
Pero la anécdota con sus variantes apócrifas y con sus incisos de
construcción retrospectiva tiene para nosotros un emblema compuesto de tres
figuras. Retiro interior, bebida soporífera o narcótica, visita inesperada que
tira abajo e invade a la conjunción de las dos figuras anteriores. El interior
es visto aquí ya como el reemplazo o ersatz
posible de la celda monacal pero también, por sus características -las que bien
hubiéramos querido que Coleridge describiera- no decae en lo caótico
primordial, como sucederá poco después con la buhardilla bohemia. Tenemos
incluso un hiato histórico por demás interesante dado que la fecha de mil
setecientos noventa y siete apunta también a los años inmediatamente
posteriores al del “período de terror” de la revolución francesa y el
consiguiente “desencanto” que por ella tuvieron a lo largo de Europa personas
tan diversas como la que nos ocupa, su amigo y vecino Wordsworth, Hegel, von
Kleist y casi todos los románticos alemanes. Es en ese período de “sueño de la
razón” –emblema siempre tan mal entendido por lo demás- cuando Coleridge se
refugia en un interior aceptablemente cómodo, distante de “la muchedumbre
enloquecida” y con una porción de naturaleza ya reducida a paisaje y a picturesque, aunque no todavía licuada y
neutralizada en turismo. Con un libro convenientemente raro al alcance de su
mano -como el “Peregrinaje de Purchas”- que habla de un momento extraño, de
sosiego y lujo -e imaginamos que de volupté-,
en alguien como Gengis Khan paradigma del tirano sangriento sin cortapisas.
El narcótico, la mezcla de elementos
históricos, el libro raro, la anécdota curiosa y el poema que surge percutiendo
en medio de la rêverie como un
barajar de imágenes y de palabras que buscan la “edición” que las haga
converger.
Me gustaría saber más -aquí y para lo que
sigue- sobre la historia medicinal en el mundo europeo y en sus derivados
territoriales americanos durante el estallido de la modernidad. Imagino que el
uso del láudano fue posible a partir de la expansión imperialista inglesa hacia
el Oriente. Posiblemente los marinos portugueses lo conocieran con
anterioridad, pero no creo que su uso medicinal y casi viático cotidiano para
todo dolor y pena se haya extendido antes de las últimas décadas del siglo
dieciocho. De todos modos para lo que me interesa ensayar aquí tenemos que con
tal sustancia y para tales fechas aparece el primer dique químico o exógeno al
dolor y sus derivados domésticos. Recordemos -como nos lo repiten desde
entonces las más diversas fuentes- que ya en plena revolución industrial un
vaso de láudano era mucho más barato que un vaso de gin y hasta que uno de
cerveza.
Pero es obvio seguir de ello que aquí también
se nos grafica una imagen-relato, una figura y cifra de la situación antes
descripta. Tenemos ya instalado en el interior y en lo interno al narcótico y a
la pugna cotidiana contra todo dolor físico y mental. Luego las ya parasitarias
relaciones sociales innecesarias, la extensión de contactos sociales indeseados
-la oferta excesiva de contactos sociales
según lo calificara Konrad Lorenz. Aunque aquí quisiéramos saber un poco más de
ese hombre llegado de Porlock, su pretexto o comisión que lo llevaba hasta la
casa de Coleridge y que él mismo -en la memoria ya citada, escrita cuando la
publicación del fragmento Kubla Kahn-, dice que lo demorara con sus reclamos
durante toda una larga hora.
Conocemos la varia anecdótica y curiosa sobre
la maniática vida de Colerigdge, la que incluso a muchos de sus más cercanos
les resultaba ya incompresible. Su errática personalidad. Su conversación
deliciosa pero interminable. Sus distracciones, sus tics, su estar en las
nubes. “El soñador se ha transformado en un inveterado opiómano; el genio
especulativo que contemplaba un sistema filosófico que habría superado a todo
los otros, se ha convertido en periodista y conferenciante; un mal periodista
que no sabe contener su propio pensamiento en los límites de un ensayo y un
irritante conferenciante que olvida sus apuntes en casa o no llega a la hora
anunciada o debe ser arrastrado por la fuerza delante de la audiencia por sus
amigos que los sorprenden aferrado a su botella (porque el alcohol le es
necesario para combatir la depresión causada por el opio), o bien apenas esboza
el tema de su charla se pierde en interminables prolegómenos.”
Esta magnífica retahíla de tics
coleridgianos escrita por Mario Praz (2) no deja de ser bella como prosa e pero
también algo injusta al mismo tiempo como calado espiritual.
Cuántos de nosotros hemos conocido
al mismo personaje o a uno muy similar, cien y ya doscientos años después. El
gris habitante de redacciones periodísticas o el visitante habitual de tales
sitios que lleva su suelto, colaboración o apostilla. Que tiene momentos de
vaguedad lunar y de ensimismamiento pernicioso pero que luego, en un tris,
resulta un conversador magnífico, acerados el epigrama y el pensamiento que
salen de su boca ya pulidos, aunque muchas veces deben surgir a la luz tras un
parto de laberínticos incisos y de cláusulas y hasta de notas al pie, todas
apuntadas verbatim.
El divagador de café (institución
que nace en medio de la misma atmósfera mental), el de los interminables
borradores y proyectos que no pasan de prólogos, y al que la vida exterior
–salvo esas incursiones necesarias para su sustento en las catacumbas
periodísticas-, le produce vértigo y terror.
Puede ser también traductor y lo es la mayor
parte de las veces. Conferencista de círculos estrambóticos y sociedades de
fomento a todo tipo de cosas, miembro de cenáculos absurdos y peñas delirantes.
Tiene algo de coleccionista pero de escasos recursos. En Viena -como era de
esperar- tuvo su lugar fijo, su apéndice exterior y hasta una signatura ya casi
de reconocimiento oficial como el maestro de las mesas de cafés. Tal el doctor
Sönne recordado con delectación por Elias Canetti en sus memorias. Del que de
paso también quisiéramos saber un poco más; en especial de su vida y milagros
más allá del marco del café vienés donde le veía periódicamente el escritor.
En lo que Praz no se muestra en el mismo lugar
demasiado perspicaz, es en lo que se refiere al láudano, al que llama “opio”
sin más, prosiguiendo así con un inveterado error, y no sólo taxonómico. Para
ello cree a pie juntillas en los papers
juntados por cualquier colega suyo en el terreno del “anglicismo”. Según cita
en este caso, son los que una tal Elizabeth Schneider apuntara sobre el tema.
La dama en cuestión parece refutar aquí la “conocida opinión” de que el opio
-de nuevo: el láudano- pueda producir per
se “sueños soberbios”. Praz parece dar por seguro el que la tal Schneider
lo haya demostrado. Pero, me pregunto, ¿qué es lo que había que demostrar? ¿Que
el uso de tal estupefaciente sólo puede coadyuvar para que el genio y el
artista dotado estimule alguna de sus conexiones psíquicas, pero no que su
ingestión supla al genio? Pero eso no es
más que empujar repetidamente una puerta ya abierta (3).
Claro que el alcaloide, per se, no suple al genio y a su trabajo y que es sólo una aditivo,
catalizador o estimulante del mismo, aunque su exceso produzca enervamiento de
la voluntad. Pero queda aún por delante lo que intento demostrar aquí. La
continuidad chamánica del poeta y del pensador a partir de la modernidad, su
continuidad incluso hasta rozar parcial o más que parcialmente zonas antes tan
sólo de exclusiva competencia de la santidad, comprendidas las de la mística en
sentido estricto.
De nuevo el llamado, la vocación, el encierro,
las pruebas y las tentaciones hasta la propia cordura. De nuevo la lucha contra
el ángel o el descensus ad inferos.
De nuevo también la diáspora, el perderse para el Mundo, la asunción de
padecimientos comunitarios por parte del poeta-chamán. Hasta tenemos la
evidencia de signos contemporáneos de befa, burla y de incomprensión de su
proceder. El mismo Hazlitt, que podía ser quizás su único par en inteligencia y
hasta en erudición, no llegó a comprenderlo.
Aún un chiflado completo -clínicamente
hablando- como Charles Lamb parecía no comprenderlo del todo a Coleridge. A eso
Praz lo llama “humorismo”. Veamos.
Lamb extiende, dilatándolo satíricamente, un fait divers relativo al comportamiento de Coleridge. Exageración
muy del gusto también de cierto “humour”
inglés.
“Llegaba a mi oficina
una mañana y de prisa, pues estaba atrasado, cuando me encontré a Coleridge,
que venía a visitarme. Estaba por comunicarme una idea nueva y aunque le
aseguré que mi tiempo era precioso, me llevó hasta la entrada de un jardín
junto a la calle y allí, protegido de las miradas por un seto de siemprevivas,
me tomó el botón de la chaqueta y cerrando los ojos comenzó un elocuente
discurso, acompañado por un suave ondular de la mano derecha las palabras
musicales que fluían ininterrumpidamente de sus labios. Yo escuchaba fascinado pero las campanas de
un reloj me hicieron pensar en mi deber. Me di cuenta de que era inútil
cualquier intento de despedirme por lo que aprovechando que él estaba absorto
en su argumento, corté con un cortaplumas el botón de mi chaqueta y me
escabullí. Cinco horas después, al regresar a mi casa y pasar delante del mismo
jardín, escuché la voz de Coleridge. Eché una ojeada al interior y helo ahí,
como antes, con los ojos cerrados –y el botón de mi chaqueta entre sus dedos-
ondulando la mano derecha con gracia, exactamente igual a como lo había dejado.
No se había dado cuenta de que yo había desaparecido” (4)
Según vemos a Lamb lo llamaba el deber. El
deber burocrático en las oficinas de la compañía de Indias –un símil
pretencioso de la administración colonial. A Coleridge, en cambio, lo llama la
imaginación; él que tan bien supo diferenciarla de la fantasía (5).
Pero escrutemos la anécdota saltándonos por
encima los ripios pintorescos y juguetones con que la condimenta Charles Lamb.
Primero el transe, la ausencia, la ensoñación hasta perder el sentido del
tiempo y del espacio. La voz, el tono del poeta, que el propio recopilador de
anécdotas curiosas reconoce como melodiosa y musical. Dos caminos se separan:
el del artista-chamán y el del laborioso burócrata que entretiene sus ocios y
sus locuras cotidianas con funambulescas féeries
y con inquietantes reducciones de Shakespeare para niños. ¡Tan luego Lamb con
su hermana loca, que había apuñalado poco antes a la madre y que atentaba al
menor descuido contra su propia vida y la de su hermano!
Me parece que en toda esta viñeta
hasta el mismo jardín cerrado donde queda en animación suspendida por varias
horas un Coleridge en transe, que todo, hasta las campanadas de reloj sonando a
tiempo de oficinas, que todo muestra una drástica bifurcación entre los caminos
de la imaginación y aquellos de la mera fantasía. La primera es una labor de
tiempo completo, pero de un tiempo no mensurable en mercancía y en
horas-trabajo. La segunda, desliz hogareño, ya hobby y manía doméstica de la
fantasía traducida a capricho. La fantasía es ya un bricolage. ¿La imaginación? Labor chamánica, signatura definitiva y
elección.
Para resumirlo en una figura. No es un
problema de diferenciación retórica o genérica ni de simple estilística lo que
separa la “Rima del anciano marino” de Coleridge de los cuentos “para niños” de
Lamb o de sus chanzas periodísticas. No. Es una diferencia que atiende a muy
diferentes estofas y pastas anímicas y a su correspondiente uso y hasta abuso.
En uno de sus ensayos apuntó Coleridge: “Me
atrevo a añadir que el genio debe actuar sobre el sentimiento, que el cuerpo no
es más que un esforzarse por convertirse en mente, que es mente en su esencia”.
Notas
1: “The poetical Works of S. T. Coleridge”, reprinted from the early
editions. With Memoir, Notes, etc. Ed Frederick Warne and co. Sine data. Comprada en estos pagos, lleva una
cubierta de tela en color avellana y con viñetas de hojas y flores en un
liberty que la vuelve para mi gusto más atractiva y fechable, circa 1900. En
esta edición no figura la primera frase, antes del prólogo ya citado, que fue “debido
a la insistencia de un conocido poeta que se decidió a editar este fragmento
psicológico”. El “conocido” de marras era Byron, al que justamente STC,
detestaba, y tal vez fuera obligado por esos intríngulis de la vida social a incluir,
aunque sin mencionarlo explícitamente.
Otra cosa, en la nota
editorial, STC escribe que ha tomado “an
anodyne”, pero en su copia manuscrita apunta: “composed, in a sort of Reverie brought on by two grains of Opium taken
to check a dysentery”. Esos “grains”
posiblemente hayan creado la ficción que se trataba de opio “puro”, aglomerado
y amasado en forma de bolitas para, mediante una aguja y sobre el fuego, pitar
fuertemente introducidos en una pipa ad hoc. Pero el opio fumado solo apareció
con la expansión colonial hacia 1860 y poco después, así como los consiguientes
círculos de fumaderos en los extramuros de Londres o París, aquí conocidos como
“chnoufs”.
De Quincey tampoco
conoció este modo; así el botellón marrón que se veía como una deidad en los
rincones de los múltiples sucuchos a los que se mudaba casi semanalmente.
Tampoco creo que lo conociera en ese modo el propio Baudelaire, y antes, menos
aún, Poe. Esos granos o esas resinas en forma de ramas, similares a las del
chocolate o a las de la canela, se sometían a hervor y al dejarse enfriar se les
sumaba algo de alcohol medicinal o brandy, algo de azafrán y ruibarbo –esto
asemejaba su gusto un poco al fernet-, y también canela o clavo de olor para
volverlos una tintura de color marrón oscuro; al que se agregaba a veces un
extracto del alcaucil, conocido en la jerga –por cierto cultísima hasta para
los adictos de entonces-, de “cynara” cuando se intentaba disminuir la dosis o
cuando no se tenían ya medios para adquirirlo. El término latino “cynara”
aparece sumado a la taxonomía de Linneo, para las formas –son cientos- de
frutos conocidos como alcauciles o alcachofas. Esta tintura es, para dar una
idea bastante aproximada, muy similar al remedio hepático que todavía circula
bajo la marca “Chofitol”.
2: Historia de la literatura inglesa.
3: ya el tema se había agotado en una polémica en los años
veinte, luego de la aparición del libro de Lowes “The Road to Xanadu”, donde este autor disputaba con un tal
Robertson respecto a lo mismo.
4 Praz: l. c.
5: cf. “Biographia
Literaria”, XIII. “Fantasía” (“fancy”)
pertenece solo a la memoria emancipada del tiempo y del espacio; la imaginación
(“imagination”) es fija. Así enseño
en mis clases que fantasía son los rushes o tomas sueltas de un film o las
propias imágenes sueltas del autor. Imaginación es la puesta en escena y
edición de las mismas en una forma.
Esta figura emancipada
del tiempo y del espacio parece acercarse a la “Wille” de Schopenhauer, ya que
seguramente STC conoció la primera edición -1818- de la obra principal de este
autor. También la díada de Coleridge parece anticipar los conceptos de “inscape”
e “instress” acuñados por Gerald Manley Hopkins; tomado el primero de estos de
la “haecceitas” de Duns Scoto
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