sábado, 5 de diciembre de 2015

CYRILL CONNOLY Y LA GLOTONERÍA ESTÉTICA. A partir de mis diarios



La lectura de una novela policial inconclusa de Cyrill Connoly -“Ampara estos laureles”- con un capítulo final escrito por su amigo Peter Levi, poeta y alguna vez jesuita (1), me lleva a releer esta mañana, casi al despertar, algunas entradas de “La tumba sin sosiego”; que no era “tan” un libro de cabecera como creía recordarlo.

 Y pensar -más allá de Connolly- que antes, mucho antes, lo había sido, casi literalmente, “Otras inquisiciones”; libro que, sospecho, no podría hoy siquiera hojear sin sentir escalofríos.

 No es el caso o no lo es de tal manera con respecto a The Unquiet Grave. Donde el autor inicia su juego estético enmascarándose en el alter ego de Palinuro, el timonel de la nave comandada por Eneas en el poema épico de Virgilio (2) Quien fuera entregado muerto a las aguas jónicas cerca del promontorio que desde entonces lleva su nomen; donde ahora la Campania se roza con la Lucania y muy cercano a los lares de los Faretta. Estas simetrías arcanas seguramente también nos conducen a ciertos autores y libros, a personas y personajes y a lugares que han trazado unos lazos, que la Providencia teje en su bastidor infatigable, hasta llegar a nuestra propia textura anímico-espiritual.

 The Unquiet Grave –título tomado de una balada anónima circa 1400- tiene o sigue teniendo para el lector que soy, párrafos brillantes, reflexiones la mar de ingeniosas; sigue admirando la confección del libro que pomposamente exhibe sus costuras, su carpintería con total y cínica impudicia. Un yo proteico se pasea por las páginas y que como el mítico Palinuro mueve el timón por las formas y registros geográficos más diversos. Pero la banalidad de algunas ideas o, por mejor decir, opiniones, son muchas veces de una puerilidad insoportable e insostenible. El tono medio es lúcido, justo; la moral, o en todo caso el Stimmung, no es pose ni afectación –salvo la cuota imprescindible para tornarla “interesante”-; la erudición grande y sin aspavientos: cuán lejos estamos del chapucero parisino corriente. La frivolidad tiene ese tinte de amargura sin el cual se vuelve vulgaridad; las lecturas son buenas, vastas, encaminadas, curiosas.

Le falta algo, ay, de lo escrito en castellano, aunque parece comprenderlo y hasta hablarlo. Incluso -como los Sitwell Brothers o Ronald Firbank- estuvo ramoneando por España, sobre todo en Málaga y como se había hecho habitual para los anglicanos, pasando del terno de tweed al ambo de lino; aunque por lo general este era el único cambio que sufrían los viajeros ingleses. Además de fotografiar ad nauseam las cargadas iglesias churriguerescas que los escandalizaban y fascinaban a un tiempo al ritmo sincopado de sus Kodaks.

Cuando en Italia, los cambios eran –digamos- de otro tipo y tenor, y de los que no trataremos; al menos aquí.

 Siguiendo en el área mediterránea conoce y admira a Leopardi pero creo que en esa esfera no llega más allá; ni Vico ni Maquiavelo –en esto es muy inglés, y aunque Connoly fuera de ancestros irlandeses estaba ya visiblemente anglicanizado.

 La ópera no existe o la pasa por alto (por supuesto que no menciona al cine, porque en esto es uno más de la legión de los que he llamado “náufragos de la letra”); es un liberal, o así él lo cree, pero detesta el progreso y la uniformidad, en resumen: el laissez faire... Lo indigna la promiscuidad, en todo sentido, pero no tiene ni a mano ni a mente cómo, no diré combatirla pero sí algo para oponer. Salvo practicarla puritanamente y multiplicar sus divorcios mientras se embriaga desde el atardecer, luego de subrayar decenas de epigramas espigados de los libros que debe reseñar a toda velocidad editorial. Con muchos de ellos apuntados en marginalia, pobló The Unquiet Grave, tanto ad limine como a lo largo de todo su rico y extraño recorrido. Es visible cómo Connoly ha recurrido a sus diarios, cuadernos de apuntes y memorabilia y con ellos organizó a su alrededor un libro tan versátil, y ciertamente fascinante como éste. Podría clasificárselo como un diario con intromisiones atemporales. Como una custodia de un florilegio de epigramas bajo la forma de ensayos. O como el motto elegido por su autor “Ciclo verbal”.



Su obesidad confesa, culposa y malamente combatida, lo lleva a trasegar libros, experiencias y sensaciones como dulces y caramelos con los cuales atiborrarse. Debió ser interpretado en un film ideal por Sidney Greenstreet, que podría haberlo hecho a carta cabal y hasta mejorarlo. Por fortuna  Sidney lo hizo con otro escritor, Willima Makepease Thackeray, que por cierto fuera quien acuñara el término “snob”. Lo hizo en “Devotion”(1946) film de Curtis Bernhardt, donde daba consejos a Charlotte Brontë (Olivia de Havilland) sobre el arte de la escritura, así como la introducía en la sociedad de Londres mientras la adobaba con sus propios epigramas. V. g. “No me trato con gentuza”,  le comenta al cruzarse con Dickens.

Lamentablemente Connoly solo consiguió, y décadas después, ser interpretado por el mediocre rostro pétreo y gris de Jonathan Pryce -y bajo el alias de Alec Bolton-, en el parejamente mediocre film A Business Affair, basado en las dudosas memorias de su ex consorte número dos, Barbara Skelton. Todas las memorias de ex son falsas, aún las memorias volcadas verbatim

Connoly hace también su fantasmática aparición como rol à clef en varias novelas de coetáneos suyos; pero únicamente en la de un solo escritor valioso y más que valioso, Evelyn Waugh que lo retratara como Everard Spruce en su trilogía sobre la segunda guerra mundial, “Sword of Honour”.

Ya que estamos, Waugh fue el único narrador y artista cercano al genuino genio de toda esa generación de estetas extravagantes, chiflados varios, viajeros que huyeron de la neblina y del cordero hervido y de semi outsiders producidos a destajo en la Inglaterra aquella (3)



 En cuanto a religión o sentimiento religioso Connoly se cree un pagano pero es un tonto de remate. En una línea pos-Renán acumula todas las vulgaridades y todas las más remanidas fórmulas y lugares comunes para “tratar” a Jesucristo. No es estúpido pero aquí logra parecerlo.

Su sentido del goce es el de un parásito, así lo confiesa con analogías tomadas a la botánica y a la zoología que son la mar de improvisadas. No creo que haya sabido escuchar jamás en toda su vida; cosa que me lo hace asemejar a X, si éste fuera mucho más cultivado y escribiera en un tono más sofisticado o mundano.

Le gusta mirarse el ombligo pero luego tiene culpa de haberlo hecho por no ser lo suficientemente...oriental.

La angustia lo obsesiona, pero jamás sabremos hasta qué punto lo hace porque a un hombre de letras “debe” sucederle, es como su obligación profesional o corporativa. Se juzga alguien lejos de la muchedumbre enloquecida, pero tiene muchos de los prejuicios de la turba de la cual dice haber huido, y muchos de sus más elementales y groseros prejuicios.

  Creo que no sabe discriminar. Sino amontonar. Sumar.  Engullir. Lleva la glotonería estética a un estado de extremada estagnación, de pantanosa acumulación sin ninguna paralela y necesaria sedimentación que la acompañe y que le haga de sostén o soporte. Juega a todo aquello que se le presenta mediante palabras, aunque personalmente él no sea palabrero.

No es un metomentodo, pero también se arroja en lizas que no le corresponden y que le quedan o muy grandes -lo religioso- o demasiado estrechas -la moral y sus postulados deducidos de la razón pura, es decir el humanismo lato sensu

 Es obvio de toda obviedad que tiene algo de parvenú. Hasta qué punto se corresponde con nuestro “medio pelo”, es algo que no puede saberse, aunque sería una operación que redundaría en grandes beneficios retrospectivos y prospectivos para la Argentina.

No creo que alcance la manía del subastador, del fruidor de bazar, o del catalogador de aquello que no posee, pero que ambiciona sea “un algo” por todos conocido. El inglés no es flâneur sino window-shopper.

Es políticamente incorrecto avant la lettre, aún con los patrones de los años inmediatos a la segunda posguerra; pero en cuanto cree haber ido o llegado demasiado lejos en esa incorrección, se retira arrepentido y trata de arreglarla con premura con alguna opinión manoseada de humanitarismo, especialmente cultural.

No es la flor y nata del snobismo como un Proust, pero deja bastante que desear como asceta o como aspirante a tal. Prefiero, en todo caso, la síntesis acuñada por Julien Benda: “Leer ‘La imitación de Cristo’ en una habitación del Ritz.” 

 En sus peores momentos es un mero epígono de los moralistas epigramáticos franceses del XVII-XVIII que tanto admira, y con razón. Pero la ensalada mental se nota. Si no cómo se explicaría que intente sumar de matute a tales finos y sutiles escritores a alguien como Voltaire, que era verdaderamente un canalla y algo peor, y en cuanto a su “estilo” es la del estreñido crónico que trata de hacerse el gracioso, pero a quién le brota o, mejor dicho, se le transparenta el dolor de sus almorranas.

 Creo que la acierta, y mucho, con respecto a Sainte-Beuve a quien osa admirar ¡y en voz alta!  Lo cual no es poco para alguien que se mueve, culturalmente, alrededor de Londres. Del mito tiene un lamentable y sorprendente concepto reduccionista y prejuicioso: en eso Frazer ha sido letal para los cerebros que piensan -o lo intentan- en inglés. Claro que es el antiplatonismo casi endémico en esa isla el pecado original de todo esto.

 No es parte de la canaille conocida, pero es el adalid o el pionero de otra más inquietante que, si para la fecha de publicación del libro -l944- estaba dando los primeros vagidos, hoy ya aturde en todas las redacciones, noticieros, fundaciones varias, canales de tv por cable y toda agencia publicitaria con pretensiones estetizantes.

 Freud lo ha salpicado en parte, si bien tiene el seguro impermeable del humour y del escepticismo –aparte de la cuota mínima e imprescindible de buen gusto- para resistir a muchos de sus equívocos. Es más que buena, es cierta, su definición de que el mundo, digamos de la cultura, se divide entre “creadores” y “consumidores” (idea desarrollada en esta novela inconclusa); pero lamentablemente no avanza todo lo necesario para llegar a sus inevitables y dolorosas –ay- conclusiones. Tal vez porque se veía recaer a diario en la segunda de las categorías por él acuñadas.



 Hay como una suerte de Kierkegaard manqué en Connolly. Un Kierkegaard distraído o atragantado por la experiencia estética. Un Seymour Glass, un pez-banana mucho más elocuente y –hélas!- comedido a explicarse y volverse a explicar. Aunque debemos reconocer, y no de muy buen grado, que el hoyo o hueco en el cual se ha metido este pez-banana, y del cual obesamente no puede salir, le encanta de alguna o varias maneras a Connoly. Es una hoya marina, una fosa de Mindanao provista de modernas instalaciones que garantizan un mediano confort. Otra versión, en todo caso, del “Gran Hotel del Abismo” de Georg Lúkacs, aunque ambos olvidan que confort es la corrupción inglesa de la palabra italiana “comforto”, esto es: consuelo.



 El “quien espera desespera” tiene sus bemoles, sus matices, en nuestra era. Y otra forma del escepticismo muelle y acolchado, de la apoltronada Angst y del desasosiego en cómodos interiores, es la tendencia de cierto estado estético a perpetuarse a sí misma travestida de moralidad. De esto último se explica o proviene el que lo haya considerado tiempo atrás como uno de mis libros de cabecera, ya que Connoly parecía proponerme un destino que podía ser el mío...

 ¿Cuánto de aquello me queda hoy, o más bien ha sido trasladado, sin mi anuencia tal vez, hasta el presente? Es algo que no puedo responder. 

 Cita a Chamfort: “Casi todos los hombres son esclavos por la razón que daban los espartanos de la servidumbre de los persas: el no saber pronunciar la sílaba ‘no’. Saber pronunciar esta palabra y saber vivir solo son los dos únicos medios de conservar la libertad y el carácter”. Pero no creo que haya sabido llevarlo a la práctica. Unos pocos “no” le hubieran sido de utilidad para evitar empantanarse en la vida periodística que ostensiblemente perjudicó sus dotes, ya de suyo notables, para la reflexión y la coordinación de las ideas, aquello que Benda llamaba d’ l’style dans les idées.

 Así se encadenó en ser co-editor, corrector y manager de una revista que tuvo su agosto en los cuarentas ingleses. “Horizon”.  Esto limitó sus posibilidades de expresión estética y espiritual propias al tener que ocuparse de pulir las ajenas y así como darles el espaldarazo editorial en papel impreso. En parte padeció algo similar a nuestro Pepe Bianco con la dura carga de la edición de Sur, además de soportar a la voluminosa y más que ignara mandona. Aunque Bianco supo escamotear el tiempo necesario para escribir tres obras maestras. No así Connoly. El porteño con cepa italiana sabe -¿o ya debemos decir sabía?- buscar el pasillo hacia el dolce far niente. Al inglés, aunque de ancestros irlandeses, lo llama el deber de ese calvinismo de oficinas y redacciones.



Si bien Horizon duró apenas una década -1940-49-, dejó a Connoly con el paladar estragado de engullir a diario tantas firmas consagradas, así como el contacto más ambiguo con otras figuras tan excéntricas como él, pero llegadas a cruzar unas líneas fronterizas que éste jamás cruzara, o que apenas bordeara. Como la heroinómana Anne Kavan, que escribiría años después novelas extremas como “Ice”.  Una suerte de versión science-fiction de la adicción



 Pero no es alguien que pueda descartarse el que escribe cosas como: “Como la abeja su aguijón, los sexualmente promiscuos dejan tras ellos en cada encuentro algo de sí mismos que les hace sufrir luego”.

 Las contradicciones están a la vista, escribe: “No obstante, el hecho de vivir en una época de decadencia, no debe hacernos desesperar; es sólo un problema técnico más que ha de resolver el artista.” Ahí la escolia se torna imprescindible: ¿Qué es técnico y qué es artístico?  Si bien el libro contiene una cita de Heidegger, no creo que Connoly haya pasado de solapearlo. Y si su lectura fue in extenso la cosa sería peor.

 Pero a fortiori la palabra “decadencia” es una palabra-valija para muchos aspirantes a estetas y a dandis ingleses. Harta su empleo a destajo. Un habitante de este gueto -Anthony Powell- redactó una interminable y repetida seudo saga de esa generación de bohemia universitaria, exploraciones en el eros pederástico (4) bajo las duchas oxonienses, ingentes cantidades de pink-gins, conversiones -ciertas o amañadas-, al catolicismo y cargos consulares y de espionaje free-lance. El título del tostón es “Una danza de la música del tiempo”, título tomado en préstamo de una pintura de Nicolas Poussin -1636-, un francés que se ha vuelto una obsesión inglesa.

Cuando intenté la lectura del primer tomo de su amenazante zarabanda de doce, llegado a la página -circa- cien, apunté en este diario que si decía una vez más las palabras “extravagante” o “decadencia” (que ya había estampado una veintena de veces) cerraría el libro. Cosa que hizo y que hice por mi parte.

 El problema con la obsesión inglesa por la ecuación extravagancia= decadencia (la “Sweet decadence” de Sally Bowles, exempla gratia) es que no pueden sostener de qué decaen y de qué cosas se extra-vagan. Y sin ese sostén no hay ruina posible. Así los restos de pilastras, fustes y de basas de columnas griegas y romanas esparcidas por buena parte de Europa. A todas ellas se las ve sostener un mundus completo, del cual estos a veces muy fragmentarios retazos bastan para darnos una visión de esa plena totalidad. En Inglaterra eso es un mero ejercicio tardío de retaguardia cultural. Ahora se les ha dado por escrutar los dólmenes y hasta los cimientos infraterrenos de Stonehenge, para buscarse una base o un pasado desde el cual decaer. Algo tan absurdo como el facticio pasado aborigen que intenta fabricarse cierta Argentina.

  Si cruzamos el canal –cruce siempre aconsejable-, aún en casos franceses extremos como Huymans, Mirbeau, aun en alguien que bordea el absurdo como Sar Paladán, y hasta en Maurice Dekobra, uno comprende en seguida en qué están decayendo y cómo sobreviven estética y hasta espiritualmente a ello. Pasando los Alpes -cruce todavía más aconsejable aún- desde un D’Annunzio, un Camilo Boito, más cercanamente un Mario Tobino o un Tommaso Landolfi y, hasta llegar a la terra promessa de Luchino Visconti, se está en una muelle pero muy cierta decadencia. Se tiene de consuno el pathos y el ethos. Se vive en ella como en una segunda piel y se la respira como una segunda atmósfera. Aquí es decadencia que no se disfraza de extravagancia para ser disculpada. Seguramente porque en suelo romano, italiano o gálico, también en el hispánico o lusitano y hasta en la Marca del Este, se ha subido y bajado repetidas veces entre la cadencia y la decadencia, pero siempre sumadas las historia y la estética, así como el sentimiento religioso y el contacto con lo sagrado. Y siempre tocando en puntos tangenciales con el pasado pre-cristiano. Aquí se tiene o mantiene el auténtico paganismo, aunque su concepto sea en buena medida errado desde su propia acuñación.



Por ello mismo también es que a Connoly parece tentarlo el suicidio, pero en esto se limita a seguir la tradición o la senda escéptica en la cual se ha encaminado. Y exhibir tal tentación  no es más que otro avatar del puritanismo insular. En esto también -y desde Séneca a Pavese- el mediterráneo procede ritualmente.

 Ciertamente con Connoly he tenido y tal vez siga teniendo algunas fobias o angustias personales en común: “Angoisse des Gares: una forma particularmente violenta del Angst. Mala cuando vamos a esperar alguien a la estación, mucho peor cuando vamos a despedirlo; ausente cuando somos nosotros los que partimos, pero intolerable cuando se llega de regreso...”

Sentí esto por primera vez y de manera autoconciente hacia l979, cuando con M y en los andenes de nuestra Estación Retiro al despedirnos durante los meses de nuestro particular breve encuentro.

Recuerdo también que un día, al comentárselo a Y, éste pareció sorprenderse con mi reflexión. Y pasaba por un hombre culto y hasta inteligente...



Esto que cita de La Bruyère suena a confesión desplazada: “La experiencia confirma que la blandura o la indulgencia para consigo y la dureza para con los demás no es sino un sólo y mismo vicio.” Verdad que me haría mucho bien en recordar más a menudo.

 Pero sabe lo suyo y no es poca cosa: “El surrealismo está condenado a perecer; es la última fase del romanticismo”. Lástima que no toma en consideración su propia dosis de romanticismo. Ese extremo tardo romanticismo de la segunda posguerra que carga con el pesado fardo de un liberalismo ya mohoso y en plena retirada, ya sea hacia el anarquismo poltrón (Herbert Read), el nihilismo (Arthur Koestler), o la excentricidad serial (un largo etcétera que desembocaría en aullidos y guitarras eléctricas)

 Pero según avanzo en su relectura, me confirmo en la idea que Connoly no desconocía su propio laberinto particular, sino qué hacen las tres citas seguidas de Eliot, entre ellas: “Alguien ha dicho: “los escritores muertos están remotos de nosotros porque sabemos mucho más de lo que ellos supieron”.

Justamente, y ellos son eso que sabemos.  Entonces...



 Notas:


1: éste, tras colgar los hábitos de la Compañía, se casó con una de las viudas (fueron tres) de Connoly en 1977, en un rasgo que podría definirse como de amistad llevada a los extremos.

Peter Levi, podría figurar cómodamente en ésta nuestra miscelánea de raros, excéntricos y tapados. De origen judío estambuliano, converso por madre y padre al catolicismo, cumplió a rajatabla su cursus honerem completo entre poesía, alcohol  y viajes al mediterráneo. Viajero –algunos en tándem con Bruce Chatwin-, arqueólogo en Afganistán, donde alternaría sus trabajos de excavaciones con el espionaje, como todo escritor inglés “abroad”. Sufrió de polio muy temprano, lo que marcó su vida, sobre todo por ese estúpido culto inglés a los “deportes viriles”.

 Fue básicamente poeta, incursionó en el ensayo, el travel book, el gossip autobiográfico, y fue traductor rapsódico de secciones bíblicas. Entres ellas una traducción al inglés del “Apocalipsis” de San Juan, aunque titulada en forma protestante como “Revelations”.

 Que sepa, entre nosotros solo fue traducido un poema suyo por el infatigable Luis Enrique Revol en su antología de la poesía inglesa para las fugaces ediciones de Librería Fausto. Si juzgamos por este poema, será mejor ocuparnos de sus excavaciones afganas y de sus sólitas incursiones mediterráneas.

Tal el título del poema: “Monólogo recitado por el canario favorito del papa Pio XII”. Y eso no es todo, el primer verso dice: “Ucello cello cello”. Por fortuna para la Compañía se fue de ella o, tal vez, le indicaron la salida luego de leídas cosas así.



2: así el subtítulo “Ciclo verbal por Palinuro”



3: también en una novela que aún no he leído de una escritora considerable, Nancy Mitford –autora de “Amor en un clima frío”, clásico confidencial-, “The Blessing”, donde aparece como “Ed Spain”.



4: cierto equívoco -como tantos en estos tiempos- se ha adueñado de este término, confundiéndoselo o sumándoselo a pedófilo. Nada que ver. Este es un vil aprovechador de niños, un perverso nato, mientras que el pederasta es aquel que ama, pero y con su consentimiento, a los jóvenes y adolescentes.

 Cabe recordar la respuesta que diera André Gide durante un sarao en el que alguien lo llamó “tapette” (marica). “Je ne sui pas tapette, Monsieur, je sui pederaste”.





ADDENDA

 Bajo el título de “La tumba sin sosiego” el caprichoso libro de Cyrill Connoly fue publicado cinco años después de su edición original por la editorial Sur. Posiblemente haya sido el propio Pepe Bianco quien tendiera el lazo para una edición argentina. La traducción es otra maravilla estilística de Ricardo Baeza, un escritor y diplomático español, ex alumno de los Padres Escolapios, afincado entre nosotros por motivos de guerras inter europeas, y que nos entregó algunas de las mejores traducciones desde el inglés. Recuerdo ahora el “Richelieu” de Hillaire Belloc, “El fin de la aventura” de Graham Greene, y los dos tomos de la única obra narrativa de George Santayana, la novela “El último puritano”.

 El propio Baeza declara en un acápite puesto bajo su nombre impreso como traductor y antes del copyrigtht que “Las citas de autores franceses trasladadas al francés por el autor aparecen traducidas al castellano; las de versos ingleses o extranjeros en el original con la traducción castellana en nota al pie. Las frases o palabras de orden coloquial o técnico en francés u otro idioma moderno se han dejado tal como aparecen en el texto. Las notas al pie, exclusivamente de traducción, seguidas de una (T.) son del traductor.”

  Así procede Baeza desde largos fragmentos de la Eneida, a poemas de Dryden tomados de su traducción al inglés de Virgilio, hasta epigramas en latín de Marcial. Así era la probidad de nuestras ediciones, y para acercarnos de paso, y en consonancia con lo ya escrito, revisitar a nuestra propia decadencia.

Sé que hay una reciente traducción española o barcelonesa, donde burdamente se lo ha traducido como “La tumba inquieta”, así como también se ha editado una antología de obras de Connoly. Que no pienso siquiera hojear, porque además de las dudosas traducciones y del castellano empleado, sus lateros prologuistas se prestan a la risa cuanto al espanto.

Así en un interminable prólogo lleno de ripios del “Roman de la Rose”. Donde su autor intenta, mala y tardíamente, tomar por asalto el fugaz carro progresista, y por ende trasiega lugares comunes sobre la así llamada “edad media”, la condición de la mujer (ignorando los estudios de Régine Pernoud, por ejemplo). También aparentando descubrir innuendos eróticos -que sabría comprender un niño –pero y sin parar mientes en su sentido simbólico. Y entre tanta zahúrda de bobadas nos endilga, tan orondo, que en el epos de Tristán e Isolda, el tío de éste personaje y prometido de aquella, es el rey ¡Arturo!

Ni hablar en estas ediciones de la falta total de traducciones internas, si el autor cita en otros idiomas. Menos aún si, como en una edición de otro autor inglés, William Hazlitt -tal vez el mejor de todos los ensayistas clásicos nacidos allí-, el autor cita sin sumar las fuentes de sus citas, y entonces el traductor se lava la manos del esfuerzo de tan siquiera cotejar ediciones críticas del original.

 En distinto modo procede Baeza en esta edición de Sur. Si Connoly no consigna en nota al pie o entre paréntesis el autor de la cita, el traductor la vierte al castellano y apunta “Horacio”, “Petronio”, et al.


Mi propio ejemplar de “La tumba sin sosiego” mantiene todavía sus tapas originales, de un azul petróleo ya desvaído por el tiempo y las lecturas. Por cierto lo compré usado y ya profusamente acribillado de subrayados y corchetes, pero puestos, ay, en tinta de bolígrafo y no con lápiz, lo que se aconseja, o era ya para entonces clásico emplear.

Incluso el invisible antecesor escribe en un margen: “Para Estela” luego de subrayar este epigrama: “El prestigio romántico del adulterio proviene de la importancia excesiva que se concede a la castidad de los solteros” (pág. 80). Sería fascinante escribir e imaginar algo sobre esa Estela fugaz…

 Ya que estamos no resisto de transcribir este otro, breve y conciso epigrama que fuera luego hurtado repetidas veces y para variaciones poco originales: “Los pobres son los negros de Europa”.




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