“Inglese italianizzato,
diavolo incarnato”. Este dictum anónimo que el
propio Harold Acton cita en sus memorias puede ser también el motto bajo el cual debe ponerse este
libro traducido ahora al castellano y publicado originariamente en 1948 (*).
Aquí el autor organiza, más que su vida personal –de la que sin embargo no
faltan puntualizaciones–, el epítome de esa figura y tipo que el aforismo
italiano resume de manera paradójica: el inglés italianizado.
Los
hay muchos, y de diversos pelajes y colores, incluido el anglonorteamericano.
Desde el que se especializa en una zona de la producción espiritual italiana,
como Bernand Berenson, hasta el turista accidental que pispea un poco en todas
partes, aunque sin entender mucho, como Norman Douglas; también los que
entienden más, como George Gissing, sin olvidar al directamente fronterizo,
conocido con el alias de “Barón Corvo”. Pero todos recorren o se mueven por un
eje similar, que podría trazarse de este modo: excentricidad, esteticismo y
filocatolicismo que los lleva muchas veces a la conversión.
Claro
que en el caso de Acton eso no fue necesario, porque sus antepasados
permanecieron dentro de Roma y jamás aceptaron cortar con ella.
Incluso
el apellido Acton refiere, al oído inglés, a quien durante uno de los peores
momentos del catolicismo insular fue cabeza visible del “partido católico”,
lord Acton, más conocido por su aforismo sobre el poder absoluto que corrompe
absolutamente, que por aquella circunstancia. Fidelidad que sin embargo no le
impidió ser también la testa visibilis
de la postura contraria a la infalibilidad papal, dictada a las apuradas en el
Concilio Vaticano primero (1870), y apurada allí por otro inglés, el cardenal
Manning, el gran enemigo de su paisano y par de oficio, el Cardenal Newman, que,
por su parte, mantuvo una política, digamos, a dos aguas...
Harold
Acton se jacta de este parentesco, aunque los emponzoñadores de blasones –que
nunca faltan– sostienen que la rama de la que desciende este Acton no está
emparentada con lord Acton. Él también se jacta de su italianismo casi fanático,
apoyado en la sólita tríada compuesta por comida y vino, arte, y carencia de
puritanismo en todo lo referido a lo sexual. Cosa que tan bien sabía,
doscientos años antes, The Shelley Bunch,
cuando se afincó triangular y hasta cuadrangularmente cerca del golfo de La
Spezia en Liguria. Así también, pero de modo contrario, lo supo el puritano en
regla John Milton cuando visitó Italia para su inspiración poética y donde –él
mismo refiere- fue objeto de pullas, fáciles de imaginar por sus hábitos,
digamos de contención.
Hoy
dos locus mirabilis de los ingleses
italianizados. Uno es el eje compuesto por Florencia-Venecia al norte y el de Nápoles
o, mejor, el de Capri-Sicilia al sur, aunque con estribaciones en la antigua
Magna Grecia en general. Acton y antes
sus padres se mueven en esas zonas cercanas a Florencia cuyo epicentro oscila
de Settignano a Maiano siendo vecinos de gentes como Bernard Berenson y de la
hoy injustamente olvidada Vernon Lee (nata
Violet Paget)
En
palabras de Mario Praz –un poco memorialista de tales gentes y lugares– después
de visitar a Vernon Lee: “Un camino borroso a lo largo del Affrico (...) el
monte era el cerro de Camerata (...), recuerdo muy bien cierto dorso de colina
perfilado con sus cipreses contra un cielo nocturno”.
Pero
el casting y repertorio de ingleses y
anglonorteamericanos italianizados es interminable. Donde no pueden faltar los
tres hermanos Sitwell ni menos aún el creador del estilo narrativo arabesco,
Ronald Firbank.
En
lo estrictamente literario, puesto que desde el título Acton no oculta sino que
proclama altivamente su objetivo estético y no histórico con respecto a su
propia persona, las Memorias de un esteta
resaltan lo que podríamos llamar aquí escritura organizada o recortada en
camafeos. Más que un desarrollo dilatado –siempre proclive a la delectación
morosa– Acton elige el recorte. Pero no mediante el primer plano, que abusa de
la subjetividad cerebral, ni tampoco del plano general, que abruma
simétricamente por su falta de concentración diluyéndose en una suerte de
panteísmo descriptivo. Acton elige el plano medio. Así tenemos situaciones
encuadradas como exempla gratia que
enfocan una escena por lo general insólita y luego se va en busca no del
pringoso tiempo perdido, ni menos del recuperado, siempre traicionero, sino del
tiempo vivido. Lo que en alemán llaman Erlebniss
y el castellano se ha resignado a llamar “vivencia”.
Así tenemos por ejemplo a Acton como apólogo mediterráneo
frente al joven Robert Graves y su progresista esposa que no quieren hacerles
mimos a sus hijos por razones que mejor dejar al margen. Cosa que aquel urge
remediar con un “Aquella gente necesitaba unas vacaciones en el mediterráneo.
La luz de Italia agosta todas esas mórbidas imaginaciones”. Algo que finalmente
Graves hizo, aunque en la fenicia Mallorca y por lo que parece sin los
resultados buscados por Acton.
Este autor extendería su apología italiana al terceto de
libros que escribió como historiador y que lo hicieron conocido, The Last Medici, The Bourbons of Naples y
The Last Bourbons of Naples. Este
último fue el que dio pábulo a algunos escándalos –cuando todavía eran
posibles, incluso en letra impresa– por su defensa exaltada de los tan atacados
monarcas del sur italiano del reino las dos Sicilias, destituidos por la
“unidad italiana” promovida por el reino piamontés. El último de los monarcas
fue el conocido como “Francischiello”, tal como se lo nombra también
apologéticamente en Il Gatopardo. Y
por el cual mi padre brindaba todos los mediodías de domingo, tomando sus aperitivos
antes del almuerzo y ante la mirada
aprobatoria de mi abuela materna (una Di Renzo) sentada en el otro extremo de
la mesa familiar. En un cuarto de siglo de convivencia es en lo único en que
estuvieron de acuerdo.
En The Last Medici, lamentablemente a Acton
le aflora cierto antijesuitismo que lo desmarca de su militante pasión por
Italia y lo italiano. Que se repite con variantes en una personalidad tan
diferente como es la del converso Graham Greene y hasta en un old catholic como Anthony Burgess. Un
dejo de puritanismo en todos ellos los hace a veces impermeables al genius loci italiano y mediterráneo en
general. Primero cargan sus frígidas baterías hiperbóreas de vino y rosas,
nudismo y dolce far niente, música de
fondo pasional, paisajes variados y una arquitectura tan variada que se vuelve
un segundo paisaje.
Pero también algo se cuela, o mejor dicho permanece cuasi
inalterable tras esa cargazón sensible y vital. Es que ya se ha introducido en
todos ellos el relente del eficientismo taylorista. Y hasta llegan luego a
engendrar un monstruo y una temible contracara del inglés italianizado, la del
italiano anglicanizado; muchos de los cuales –ay- abundan por estos pagos
nuestros.
Además de los motivos culturales –que incluyen los
culinarios, claro– como los atinentes a las mores
privadas, las razones de que esta tentación italiana, o mediterránea en general
–ya que incluye a España (Sachewerell Sitwell) y Portugal (Roy Campbell)-, sea
una constante de ciertos británicos y anglonorteamericanos puede ser
explicitada por algunos de los otros camafeos descriptivos que abundan en el
libro de Acton.
En resumen, es la sociabilidad. Cómo privarse de esas
tertulias o peñas interminables, surtidas de aperitivos, epigramas y trivia colecticia que ofrecen al
estreñido hiperbóreo todo café de Madrid, Nápoles, Palermo o Florencia. Un poco
de ello trasladado in illo tempore a
nuestra Buenos Aires.
Allí el escritor activo o en ciernes puede soltarse,
manejando un segundo idioma al que ama pero cuyos matices no comprende del
todo. También puede recibir paralelamente el obsequio diario y a destajo de
toda serie de tipos y caracteres que acuden a tales reuniones, y proveerse de
historias surtidas que, además, pueden referirse -y con facilidad de montaje- a
varios cientos de años atrás.
Claro que a veces también eso mismo es lo que pierde, y
doblemente, al habitante local. ¿No tardó Lampedusa más de una década en poner
manos a la obra y escribir El Gatopardo
debido a esas tertulias palermitanas regadas de Corvo Bianco y de esos dulces y
entremeses sicilianos que ponen muelle a cualquiera?
Digo doblemente por algo escrito en este caso por Montale,
cuando -circa 1950- debe cubrir para el Corriere
della Sera el estreno en la Bienal de Venecia de la ópera de Stravinski The Rake’s Progress. Allí se encuentra
con Auden –autor del libretto– en
plena expansión italiana. Y allí Montale reflexiona: “... estoy lleno de
envidia. Siempre me faltará la alegría de vivir en Italia como extranjero. Y
Dios sabe que he intentado hacerlo; pero cuando se ha nacido en Italia, el
juego no sale”.
Finalmente
no faltaron quienes, ante las recientes reediciones de este libro, atacaran al
autor por no haber hablado de su homosexualidad. Pero ¿no se entendió que
Harold Acton era un inglés italianizado?
*: Harold Acton “Memorias de un
esteta”. Editorial Pre-Textos, Valencia 2010. 670 páginas.
*: una versión de este ensayo algo diferente en extensión -y
con algunas correcciones aquí- fue publicado en la revista Ñ.
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