lunes, 14 de septiembre de 2015

HAROLD ACTON Y LOS INGLESES ITALIANIZADOS

“Inglese italianizzato, diavolo incarnato”. Este dictum anónimo que el propio Harold Acton cita en sus memorias puede ser también el motto bajo el cual debe ponerse este libro traducido ahora al castellano y publicado originariamente en 1948 (*). Aquí el autor organiza, más que su vida personal –de la que sin embargo no faltan puntualizaciones–, el epítome de esa figura y tipo que el aforismo italiano resume de manera paradójica: el inglés italianizado.
Los hay muchos, y de diversos pelajes y colores, incluido el anglonorteamericano. Desde el que se especializa en una zona de la producción espiritual italiana, como Bernand Berenson, hasta el turista accidental que pispea un poco en todas partes, aunque sin entender mucho, como Norman Douglas; también los que entienden más, como George Gissing, sin olvidar al directamente fronterizo, conocido con el alias de “Barón Corvo”. Pero todos recorren o se mueven por un eje similar, que podría trazarse de este modo: excentricidad, esteticismo y filocatolicismo que los lleva muchas veces a la conversión.
Claro que en el caso de Acton eso no fue necesario, porque sus antepasados permanecieron dentro de Roma y jamás aceptaron cortar con ella.
Incluso el apellido Acton refiere, al oído inglés, a quien durante uno de los peores momentos del catolicismo insular fue cabeza visible del “partido católico”, lord Acton, más conocido por su aforismo sobre el poder absoluto que corrompe absolutamente, que por aquella circunstancia. Fidelidad que sin embargo no le impidió ser también la testa visibilis de la postura contraria a la infalibilidad papal, dictada a las apuradas en el Concilio Vaticano primero (1870), y apurada allí por otro inglés, el cardenal Manning, el gran enemigo de su paisano y par de oficio, el Cardenal Newman, que, por su parte, mantuvo una política, digamos, a dos aguas...

Harold Acton se jacta de este parentesco, aunque los emponzoñadores de blasones –que nunca faltan– sostienen que la rama de la que desciende este Acton no está emparentada con lord Acton. Él también se jacta de su italianismo casi fanático, apoyado en la sólita tríada compuesta por comida y vino, arte, y carencia de puritanismo en todo lo referido a lo sexual. Cosa que tan bien sabía, doscientos años antes, The Shelley Bunch, cuando se afincó triangular y hasta cuadrangularmente cerca del golfo de La Spezia en Liguria. Así también, pero de modo contrario, lo supo el puritano en regla John Milton cuando visitó Italia para su inspiración poética y donde –él mismo refiere- fue objeto de pullas, fáciles de imaginar por sus hábitos, digamos de contención.
Hoy dos locus mirabilis de los ingleses italianizados. Uno es el eje compuesto por Florencia-Venecia al norte y el de Nápoles o, mejor, el de Capri-Sicilia al sur, aunque con estribaciones en la antigua Magna Grecia  en general. Acton y antes sus padres se mueven en esas zonas cercanas a Florencia cuyo epicentro oscila de Settignano a Maiano siendo vecinos de gentes como Bernard Berenson y de la hoy injustamente olvidada Vernon Lee (nata Violet Paget)
En palabras de Mario Praz –un poco memorialista de tales gentes y lugares– después de visitar a Vernon Lee: “Un camino borroso a lo largo del Affrico (...) el monte era el cerro de Camerata (...), recuerdo muy bien cierto dorso de colina perfilado con sus cipreses contra un cielo nocturno”.
Pero el casting y repertorio de ingleses y anglonorteamericanos italianizados es interminable. Donde no pueden faltar los tres hermanos Sitwell ni menos aún el creador del estilo narrativo arabesco, Ronald Firbank.
En lo estrictamente literario, puesto que desde el título Acton no oculta sino que proclama altivamente su objetivo estético y no histórico con respecto a su propia persona, las Memorias de un esteta resaltan lo que podríamos llamar aquí escritura organizada o recortada en camafeos. Más que un desarrollo dilatado –siempre proclive a la delectación morosa– Acton elige el recorte. Pero no mediante el primer plano, que abusa de la subjetividad cerebral, ni tampoco del plano general, que abruma simétricamente por su falta de concentración diluyéndose en una suerte de panteísmo descriptivo. Acton elige el plano medio. Así tenemos situaciones encuadradas como exempla gratia que enfocan una escena por lo general insólita y luego se va en busca no del pringoso tiempo perdido, ni menos del recuperado, siempre traicionero, sino del tiempo vivido. Lo que en alemán llaman Erlebniss y el castellano se ha resignado a llamar “vivencia”.
Así tenemos por ejemplo a Acton como apólogo mediterráneo frente al joven Robert Graves y su progresista esposa que no quieren hacerles mimos a sus hijos por razones que mejor dejar al margen. Cosa que aquel urge remediar con un “Aquella gente necesitaba unas vacaciones en el mediterráneo. La luz de Italia agosta todas esas mórbidas imaginaciones”. Algo que finalmente Graves hizo, aunque en la fenicia Mallorca y por lo que parece sin los resultados buscados por Acton.
Este autor extendería su apología italiana al terceto de libros que escribió como historiador y que lo hicieron conocido, The Last Medici, The Bourbons of Naples y The Last Bourbons of Naples. Este último fue el que dio pábulo a algunos escándalos –cuando todavía eran posibles, incluso en letra impresa– por su defensa exaltada de los tan atacados monarcas del sur italiano del reino las dos Sicilias, destituidos por la “unidad italiana” promovida por el reino piamontés. El último de los monarcas fue el conocido como “Francischiello”, tal como se lo nombra también apologéticamente en Il Gatopardo. Y por el cual mi padre brindaba todos los mediodías de domingo, tomando sus aperitivos antes del almuerzo y  ante la mirada aprobatoria de mi abuela materna (una Di Renzo) sentada en el otro extremo de la mesa familiar. En un cuarto de siglo de convivencia es en lo único en que estuvieron de acuerdo.
 En The Last Medici, lamentablemente a Acton le aflora cierto antijesuitismo que lo desmarca de su militante pasión por Italia y lo italiano. Que se repite con variantes en una personalidad tan diferente como es la del converso Graham Greene y hasta en un old catholic como Anthony Burgess. Un dejo de puritanismo en todos ellos los hace a veces impermeables al genius loci italiano y mediterráneo en general. Primero cargan sus frígidas baterías hiperbóreas de vino y rosas, nudismo y dolce far niente, música de fondo pasional, paisajes variados y una arquitectura tan variada que se vuelve un segundo paisaje.
Pero también algo se cuela, o mejor dicho permanece cuasi inalterable tras esa cargazón sensible y vital. Es que ya se ha introducido en todos ellos el relente del eficientismo taylorista. Y hasta llegan luego a engendrar un monstruo y una temible contracara del inglés italianizado, la del italiano anglicanizado; muchos de los cuales –ay- abundan por estos pagos nuestros.
Además de los motivos culturales –que incluyen los culinarios, claro– como los atinentes a las mores privadas, las razones de que esta tentación italiana, o mediterránea en general –ya que incluye a España (Sachewerell Sitwell) y Portugal (Roy Campbell)-, sea una constante de ciertos británicos y anglonorteamericanos puede ser explicitada por algunos de los otros camafeos descriptivos que abundan en el libro de Acton.
En resumen, es la sociabilidad. Cómo privarse de esas tertulias o peñas interminables, surtidas de aperitivos, epigramas y trivia colecticia que ofrecen al estreñido hiperbóreo todo café de Madrid, Nápoles, Palermo o Florencia. Un poco de ello trasladado in illo tempore a nuestra Buenos Aires.
Allí el escritor activo o en ciernes puede soltarse, manejando un segundo idioma al que ama pero cuyos matices no comprende del todo. También puede recibir paralelamente el obsequio diario y a destajo de toda serie de tipos y caracteres que acuden a tales reuniones, y proveerse de historias surtidas que, además, pueden referirse -y con facilidad de montaje- a varios cientos de años atrás.
Claro que a veces también eso mismo es lo que pierde, y doblemente, al habitante local. ¿No tardó Lampedusa más de una década en poner manos a la obra y escribir El Gatopardo debido a esas tertulias palermitanas regadas de Corvo Bianco y de esos dulces y entremeses sicilianos que ponen muelle a cualquiera?
Digo doblemente por algo escrito en este caso por Montale, cuando -circa 1950- debe cubrir para el Corriere della Sera el estreno en la Bienal de Venecia de la ópera de Stravinski The Rake’s Progress. Allí se encuentra con Auden –autor del libretto– en plena expansión italiana. Y allí Montale reflexiona: “... estoy lleno de envidia. Siempre me faltará la alegría de vivir en Italia como extranjero. Y Dios sabe que he intentado hacerlo; pero cuando se ha nacido en Italia, el juego no sale”.
Finalmente no faltaron quienes, ante las recientes reediciones de este libro, atacaran al autor por no haber hablado de su homosexualidad. Pero ¿no se entendió que Harold Acton era un inglés italianizado?


*: Harold Acton “Memorias de un esteta”. Editorial Pre-Textos, Valencia 2010. 670 páginas.


*: una versión de este ensayo algo diferente en extensión -y con algunas correcciones aquí- fue publicado en la revista Ñ.

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